El cuento de hoy nos relata la historia de lo que ocurrió a principios del siglo XIV en el pequeño condado de Yorkshire (Escocia).

Cada año, con motivo de las fiestas del aniversario de su coronación como monarca, el rey Jorge tenía la costumbre de liberar un prisionero. Este año, como se cumplían los 25 años de su coronación como monarca, decidió ir él mismo a la prisión para elegir al condenado que merecía ser liberado. Acompañado de su Primer Ministro y de toda la corte, una fría mañanita, cercanas ya las fiestas con motivo de su coronación, fueron a la cárcel para liberar al prisionero que resultara elegido.

Una vez que los presos habían desayunado, el rey se fue reuniendo con aquellos que, según las autoridades de la cárcel, habían tenido mejor comportamiento.

El primer preso entró en el despacho del director de prisión, ocupado ahora por el rey y su séquito y le dijo:

  • Majestad, soy inocente pues un enemigo de mi familia me acusó falsamente. Esa es la razón por la que estoy en la cárcel, pues cuando se hizo el juicio no pude contratar a ningún abogado famoso por falta de dinero.

Escuchado el primer reo, el alcaide dio paso al segundo:

  • A mí me confundieron con el asesino del hijo del zapatero, por lo que me metieron en la cárcel; pero yo le aseguro a su excelencia que nunca maté a nadie.

Poco después entró el tercero, quien también manifestaba que había sido acusado injustamente. Y así, todos y cada uno de los que hablaron manifestaron al rey por qué razones merecían la gracia de ser liberados.

Al final, quedó un hombre en un rincón de la sala que no que no se atrevía a dirigirse al rey. En estas, el rey lo llamó y le preguntó:

  • ¿Y tú, por qué estás encarcelado?

A lo que el hombre respondió:

–     Estoy encarcelado porque maté a un hombre, majestad. Soy un asesino.

–     ¿Y por qué lo mataste? – preguntó el rey.

–     Porque estaba muy violento en esos momentos. – Contestó el recluso

Y el rey le preguntó:

–     ¿Y por qué estabas violento?

–     Porque no sé controlar mi carácter. Cuando alguien me saca de mis casillas pierdo el control y soy capaz de hacer barbaridades. – Respondió el recluso.

Escuchados todos los reclusos que habían sido convocados, el rey pasó a otra sala para reflexionar y tomar la decisión que considerara más justa. Acabado el tiempo de deliberación, volvió a la sala donde se encontraban los presos convocados, y, en medio de un profundo silencio y una gran expectación, se dispuso a anunciar públicamente la persona que ese año sería perdonada.

El rey tomó su cetro y dijo en voz alta, mirando al último preso con quien había hablado:

  • ¡Tú saldrás de la cárcel!

Al oír la decisión del rey, la gran mayoría de los asistentes no pudo contener un murmullo de desaprobación. Entonces, el Primer Ministro se dirigió al rey y le dijo:

–     Pero majestad, ¿acaso no parecen más justos cualquiera de los otros?

–     Precisamente por eso – contestó su majestad. Saco a este malvado de la cárcel para que no eche a perder a todos los demás que parecen tan buenos.

………..

¡Cuánto me recuerda esta situación a la confesión de algunas personas! Les preguntas por sus pecados después de dos o tres años sin confesarse y lo único que te dicen es que no tienen ninguno. La Biblia nos dice que el justo peca siete veces al día (Prov 24:16); pero por lo visto, estas personas son más que justos, son santos en vida.

El hombre que no es humilde siempre encuentra una “justificación” para excusarse de sus pecados. La misma falta de humildad no le permite reconocerse como es. Se ha mentido a sí mismo en tal medida que al final cree que la mentira es verdad. Llegado a ese punto, se habrá perdido la conciencia de pecado, y como consecuencia, ya no verá la necesidad de confesarse pues se habrá vuelto ciego para ver el penoso estado de su alma.

El que es verdaderamente humilde reconoce su pecado, se da cuenta de sus limitaciones y pide ayuda. En cambio, el que se cree perfecto nunca acude a quien le pueda ayudar. Llegará un momento en el que ya no podrá ocultar más su mentira, pues será cuando Dios le juzgue y condene.

En el fondo, el mentiroso, el soberbio, el orgulloso podrán engañar y hacer daño a muchos, y difícilmente se darán cuenta de que a quien más daño causan es a sí mismos. El mentiroso acaba siendo esclavo de su propia mentira. No en vano Jesucristo nos enseñó: “La verdad os hará libres” (Jn 8:32).