Érase una vez un maravilloso jardín particular que se encontraba a las afueras de un pueblecito perdido de China. El dueño del jardín acostumbraba a pasear por él a la caída de la tarde cuando volvía de su trabajo.

En el centro del jardín había un esbelto bambú que era el más bello y estimado de todos sus árboles del jardín. El bambú crecía y se hacía cada vez más hermoso. Él sabía muy bien que gozaba de las preferencias de su dueño, lo cual le causaba gran alegría.

Un día se aproximó pensativo el dueño a su bambú y, con sentimiento de profunda veneración, el bambú inclinó su imponente cabeza. En esto que su dueño le dijo:

  • Querido bambú, necesito de ti.

El bambú respondió:

  • Señor, aquí estoy para hacer tu voluntad. Haz conmigo lo que quieras.

El bambú estaba feliz. Había llegado la hora de agradecer a su amo la estima en que le tenía. Si su dueño necesitaba de él, le serviría en lo que fuera necesario.

Con voz grave, el amo le dijo:

  • Pero es que sólo podrá usarte si antes te podo.
  • ¿Podar, señor? ¡Por favor, no hagas eso! Deja mi bella figura. Ya ves cómo todos me admiran. – Dijo el bambú.
  • Mi amado bambú, – la voz del dueño se volvió más grave todavía -. No importa que te admiren o no te admiren… es que, si no corto tus ramas, no podré usarte.

En el jardín todo quedó en silencio… Hasta el viento contuvo su respiración.

Finalmente, el bello bambú se inclinó y susurró a los oídos de su dueño:

  • Señor, si no me puedes usar sin podar, y me necesitas, entonces haz conmigo lo que quieras.
  • Mi querido bambú, pero es que también deberé cortar tus hojas…

El sol se escondió detrás de las nubes porque no quería ver…, mientras que unas mariposas que descansaban en sus hojas levantaron el vuelo asustadas ante este martirio…

El bambú, temblando y a media voz dijo:

  • ¡Córtalas! ¡No tengáis miedo!

Nuevamente le dijo el dueño:

  • Todavía hay más, mi querido bambú, no sólo tendré que cortarte, sino que también tendré que sacarte tu corazón. Si no hago eso, no podré usarte.
  • ¡Por favor, señor – dijo el bambú – si me sacas el corazón ya no podré vivir más! ¿Cómo voy a vivir sin corazón?

Se hizo un profundo silencio en el jardín. Algunas lágrimas cayeron de los ojos del dueño mientras se oían doloridos sollozos de las ramas más tiernas del bambú. Después, el bambú se inclinó hasta el suelo y dijo:

  • Señor, poda, corta, parte, saca mi corazón… si esa es tu voluntad.

El dueño deshojó, arrancó, partió a trozos la caña de bambú y la vació por dentro.

Hecho esto, unió unos trozos con otros y los extendió a lo largo de un árido campo desde una fuente cercana hasta el lugar donde tenía sus cultivos.

El dueño acostó cuidadosamente en el suelo a su querido bambú; puso uno de los extremos de la caña en la fuente y el otro extremo en sus campos.

La fuente cantó dando la bienvenida al bambú y las aguas cristalinas se precipitaron alegres a través del cuerpo vaciado del bambú…. Corrieron sobre los campos resecos que tanto habían suplicado por ellas. Allí se sembró trigo y maíz y también se cultivó una huerta.

Los días pasaron y los sembrados brotaron; y todo el árido campo se convirtió en una maravillosa alfombra verde.

El majestuoso bambú de antes, con su sacrificio, su aniquilamiento y su humildad, se transformó en una gran bendición para toda aquella región.

Cuando el bambú era grande y bello, crecía solamente para sí y se alegraba con su propia imagen y belleza. Ahora en su despojo, en su entrega, se volvió un canal del cual su Señor se sirvió para hacer fecundas muchas tierras. Y muchos hombres y mujeres encontraron, gracias al bambú, la vida; y fueron felices gracias a ese tallo podado, deshojado, cortado, arrancado, partido y vaciado de sí mismo.

 

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Bellas enseñanzas que encontramos en muchos lugares de la Sagrada Escritura y que demuestran que este es uno de los caminos más frecuentes que el Señor hace recorrer a sus almas más queridas.

“Aquí estoy Señor para hacer tu voluntad”

(Salmo 40:8)

“Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lc 22:42)

“He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu Palabra”

(Lc 1:38)