Cuando era niño, recuerdo que mi padre me solía comprar una revista que se llamaba “Vidas Ejemplares”. Los temas eran variados, pero siempre muy atractivos y llenos de enseñanza, desde personajes bíblicos a santos actuales. Con el paso de los años me hice con una buena colección que releía una y otra vez; colección que cuando me hice mayor desapareció. Hace unos años intenté informarme en diferentes editoriales para ver si algún kamikaze había tenido la feliz idea de volver a publicar esos maravillosos relatos, pero desgraciadamente nunca los encontré.

Recuerdo una historia que me llamó la atención y fue la del rey Salomón. Posteriormente, cuando crecí, leí la historia completa en la Biblia. Siempre me causó admiración este personaje tan singular por haberle pedido a Dios sabiduría para poder gobernar a su  pueblo en lugar de riquezas. Una sabiduría, que, si nuestros hombres de iglesia, políticos… e incluso nosotros mismo la tuviéramos, la vida transcurriría por derroteros muy diferentes. Le traigo un pequeño resumen de esa historia para aquellos que no la conozcan.

“El Señor se apareció a Salomón en sueños durante la noche y le dijo: -Pide qué quieres que te dé. Salomón respondió: ..Yo soy un niño pequeño que no sé conducirme… Concede a tu siervo un corazón dócil para juzgar a tu pueblo y para saber discernir entre el bien y el mal…. Y Dios le respondió. -Porque has hecho esta petición y no has pedido para ti ni muchos años, ni riquezas, ni la vida de tus enemigos, sino que pediste para ti discernimiento para escuchar juicios, mira que yo he obrado según tus palabras. Te he dado un corazón sabio e inteligente…. Se despertó Salomón y resultó que había sido un sueño…

Entonces llegaron hasta el rey dos prostitutas y se presentaron ante él. Una de ellas le dijo. -Perdón, mi señor, esta mujer y yo vivíamos en la misma casa y, estando con ella allí, yo di a luz. Al tercer día de haber dado yo a luz, también ella dio a luz… Una noche murió el hijo de esta mujer porque ella se recostó sobre él. Entonces se levantó durante la noche, se llevó de mi lado a mi hijo mientras tu sierva dormía y lo acostó en su regazo; y a su hijo muerto lo acostó en el mío….

Respondió la otra mujer. -No, mi hijo es el que está vivo, y el tuyo es el muerto. Pero la primera decía. -No, tu hijo es el muerto, y el mío, el que está vivo. Así discutían delante del rey…

Y el rey añadió. -Traedme una espada. Enseguida presentaron la espada al rey, y el rey ordenó. -Partid en dos al niño vivo. Dad una mitad a ésta, y otra mitad a la otra.

La mujer de la que era el hijo vivo, al conmovérsele las entrañas por su hijo, suplicó al rey. -Por favor, mi señor, dadle a ella el niño que está vivo. No lo matéis. Pero la otra decía. -Que no sea ni para mí ni para ti. Que lo partan. Entonces habló el rey y dijo. -Dadle a la primera mujer el niño que está vivo, y no lo matéis. Ella es su madre” (1 Re 3: 6-28).

Hace unos días, releí una historia parecida a este juicio salomónico, historia que ahora les transcribo por lo que tiene de enseñanza útil para todos nosotros.

Cierto día un mercader ambulante iba caminando hacia un pueblo. Por el camino encontró una bolsa con 800 €. El mercader decidió buscar a la persona que había perdido el dinero para entregárselo, pues pensó que el dinero pertenecería a alguien que llevaría su misma ruta.

Cuando llegó a la ciudad, fue a visitar a un amigo, a quien preguntó.

–        Sabes ¿quién ha podido perder esta gran cantidad de dinero?

–        ¡Sí! ¡Sí! Lo perdió Juan, el vecino que vive en la casa de enfrente.

El mercader fue a la casa que le había indicado y devolvió el dinero a su dueño.

Juan era una persona avara, apenas recibió la bolsa con el dinero se puso a contarlo con avidez. Una vez que hubo terminado gritó:

–        ¡Faltan 100 €! ¡Esa era la cantidad de dinero que yo pensaba dar como recompensa a quien lo encontrara! ¿Cómo has tomado ese dinero sin mi permiso? ¡Vete, ladrón! ¡Ya no tienes nada que hacer aquí!

El honrado mercader se sintió indignado por los insultos de Juan. No queriendo pasar por ladrón, se fue a ver al juez.

El mismo día, el avaro fue llamado al juzgado, quien insistió ante el juez que la bolsa tenía 900 € cuando la perdió. Por el contrario, el mercader aseguraba que tenía 800 € y que él no había tomado ni un euro. El juez, que tenía fama de sabio y honrado, no tardó en decidir el caso. Le preguntó al avaro:

–        Tú dices que la bolsa contenía 900 €, ¿verdad?

–        Sí, señor. Ni uno más ni uno menos. Yo mismo lo había contado, -respondió Juan.

–        -Tú dices que la bolsa que te encontraste contenía 800 €, -le preguntó el juez al mercader.

–        Sí, señor.

–        Pues bien, dijo el juez, considero que ambos son personas honradas e incapaces de mentir. A ti, porque has devuelto la bolsa con el dinero, pudiéndote haber quedado con ella; a Juan, porque lo conozco desde hace tiempo.

–        Así pues yo decido que esta bolsa de dinero  no es la de Juan; aquella contenía 900 €, y ésta sólo tiene 800 €. Así pues, mirando al mercader – quédate tú con ella hasta que aparezca su dueño. Y tú, Juan, espera que alguien te devuelva la tuya.

………

Y ahora dígame la verdad: ¿Se le había ocurrido a usted esta solución? ¿Se le ocurre alguna otra que sea más justa?

La verdad y la mentira las tenemos delante de nosotros, sólo hacen falta “jueces sabios” que sepan descubrirla. En este caso, el juez premió la honradez del mercader y castigó la mentira del avaro.

Todos tenemos que actuar de jueces en muchos momentos de nuestra vida: los abogados, a la hora de dirimir muchos casos; los sacerdotes en el confesionario; los padres, en las disputas entre sus hijos; los profesores, para saber si los niños les mienten cuando dicen que no han podido hacer la tarea… Es por ello que necesitamos ese don que Dios le regaló a Salomón; un regalo que Dios también nos dará a nosotros si amamos la verdad y le damos más valor a la verdad que al poder o al dinero.

La mentira y el engaño siempre están asociados con el demonio y el pecado (Jn 8:44). En cambio la verdad siempre está unida a Dios. No en vano Cristo nos dijo de sí mismo: “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Jn 14:6)