Comentario al IV Domingo de Adviento
“¡El Señor está contigo!”. Estas palabras del ángel me acompañaron toda la vida. Ya tenía la percepción de la presencia de Dios en mí. Pero aquellas palabras me dieron la certeza, que trato de comunicar a cada uno a través de mi historia. He comprendido también, durante mi vida, que el misterio del Amor que estamos llamados a vivir sobre la tierra no está siempre presente como querríamos. La intimidad de la presencia se alterna con la lejanía. He entendido en la carne de mi corazón la verdad de lo que revela la esposa en el Cantar de los Cantares, que junto a momentos dulcísimos de intimidad se vive el drama de la ausencia, la desaparición del esposo: “En mi lecho, por las noches, busqué al que ama mi alma, y no lo encontré. Me levantaré y rondaré por las calles y plazas, buscaré al que ama mi alma. Lo busqué, pero no lo encontré” (Ct 3, 1-2).
Aquel mismo día hice esa experiencia, cuando el ángel Gabriel se alejó de mí: había sido el dialogo decisivo de mi vida, lleno de fe y de perspectivas inimaginables. Luego, nada. Me quedé sola. No podía girarme y llamarlo y volver a encontrarlo ahí, para hablar con él, aunque sabía que Dios estaba conmigo, como Gabriel me había asegurado. Lo sentía. Pero no es lo mismo que poder escuchar, ver, tocar. Por esto me habló de Isabel, para que pudiera encontrar en ella compañía y consuelo. Con Isabel hubo ese entenderse sin necesidad de palabras, tuvimos diálogos llenos de sueños y de confidencias entre nosotras, mujeres abiertas al Misterio de Dios que había entrado en nuestra existencia. Y Jesús, realmente, estaba en medio de nosotras, “¡el Señor está contigo!”, estaba en mi seno y escuchaba nuestras palabras: era realmente oración, aquel hablarnos de corazón a corazón, durante los días normales de nuestra vida. Y, sin embargo, tuve que dejar también a Isabel después de tres meses.
A la intimidad seguía la distancia, con sufrimiento en el corazón. Mientras tanto, José no sabía nada de la gran novedad escondida en mi vientre, y esto me lo distanciaba. Él me percibía cercana, pero le sabía lejano. No podía apoyarme en su comprensión. Cuando supo del niño, en su angustia, lo sentí cercano por la comprensión, pero lejano por el deseo de estar a solas y reflexionar y decidir, incluso con la posibilidad de dejarme. Esta sensación también se repitió con los lugares. Nazaret era el lugar donde nací, llena de parientes y amigos, y de los lugares de mis sueños de adolescente. Donde había conocido el ángel con su misiva divina. Partir para Belén quería decir separarme de ese mundo amado. También me encariñé con Belén, pero tuve que dejarlo. Así fue la historia de amor en todas las vueltas de mi vida.