Jornada Mundial de Oración por la Paz

Hoy recoge la Iglesia el eco del canto de los ángeles, en los campos de Belén, la noche en que nació Jesús. Lo recordábamos hace una semana: “Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz”. La paz es alegría; la paz es felicidad o, al menos, un ingrediente básico de ésta.

Desde 1968, la Iglesia celebra hoy la Jornada Mundial de la Paz: ora por la paz, exhorta a la paz y trata de explicar a todos los hombres las condiciones necesarias para llegar a ella. Y esto porque conoce las necesidades del mundo, que la Iglesia hace suyas como una madre se preocupa por sus hijos.

La Iglesia se muestra, así, madre de todos, siguiendo el modelo de Santa María, Madre de Dios y figura de la Iglesia, como explicó el Concilio Vaticano II. Ella vivió toda su vida en paz con Dios, con los hombres y consigo misma; fruto de la fe y la confianza en Dios, y consecuencia también de la ausencia de todo egoísmo.

El Antiguo Testamento, citado en las lecturas de hoy, recoge la fórmula de bendición que el Señor enseñó a Moisés: “Ésta es la fórmula con que bendeciréis a los israelitas: ‘El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor. El Señor se fije en ti y te conceda la paz’. Así invocarán mi nombre sobre los israelitas, y yo los bendeciré” (Nm 6, 22).

Esta sencilla y conmovedora fórmula de bendición invoca la mirada de Dios sobre los hombres; una mirada acompañada de su misericordia, que abraza al pecador y al santo, y los introduce en las entrañas justas y piadosas de Dios Padre. Y en este camino de acceso al corazón de Dios, María tiene un papel de singular importancia. Ella nos sostiene si tropezamos; nos recibe cuando regresamos; y nos conduce hasta el final del camino, un paso detrás de otro. Es decir, cumple su papel de Madre: Madre de Dios y Madre nuestra, como gustaba decir a san Josemaría. Junto con el don del Espíritu Santo, fue el regalo que Jesús nos dejó como herencia en los momentos sublimes de la Cruz. Por eso exclama San Bernardo: “Si se levantan los vientos de las tentaciones, si tropiezas con los escollos del mal, mira a la estrella, llama a María. Si te agitan las olas de la soberbia, de la ambición o de la envidia, mira a la estrella, llama a María. Si la ira, la avaricia o la impureza impelen violentamente tu nave de tu alma, mira a María. Si turbado con la memoria de tus pecados, comienzas a hundirte en la sima sin fondo de la tristeza, piensa en María”.

Ella es, en efecto, la estrella que orienta nuestro rumbo en la navegación procelosa de esta vida. Y la bitácora que nos mantiene en este rumbo, podríamos sugerir, es el rezo del Santo Rosario, tan recomendado por todos los Papas, también por Francisco, que hoy dirige la Iglesia de Cristo.