Comentario al XXXI Domingo del Tiempo Ordinario
El diálogo del escriba que pregunta a Jesús cuál es el mandamiento más importante, tanto en Marcos como en Mateo, tiene lugar después de la disputa con los fariseos y con los herodianos, que querían atraparlo. Pero sólo Marcos nota el asombro del escriba: “Se acercó uno de los escribas, que había oído la discusión y, al ver lo bien que les había respondido, le preguntó”. Es conquistado por la sabiduría de Jesús, por la verdad revelada con claridad y mansedumbre a quienes quieren ponerle a prueba: Jesús siempre trata de ganar a sus interlocutores para el bien.
Le pregunta: ¿Cuál es el primero de todos los mandamientos?”. En su respuesta, Jesús hace una revolución: toma el precepto de amar a Dios por encima de todas las cosas del Shema ‘Isra’el, que el piadoso israelita repetía tres veces al día, y lo une al precepto “amarás a tu prójimo como a ti mismo”, del Levítico. La pregunta era cuál es el primero de los mandamientos, y la respuesta es que el primero… son dos. El amor a Dios se fusiona para siempre con el amor al prójimo. En el evangelio de Juan, el amor de Dios está en cómo Jesús nos ama y llega a ser medida del amor fraterno: “Como yo os he amado, amaos también unos a otros”: cuando nos amamos de verdad y “hasta el fin”, como Él nos amó, hacemos presente el amor de Dios. Jesús evita así el posible error espiritualista de quienes piensan que basta con amar a Dios, pero sin amar a los hermanos. “El que no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve. Este es el mandamiento que recibimos de él: quien ama a Dios, que ame también a su hermano” (1 Jn 4, 20-21). El corazón de nuestra fe es el amor a Dios y al prójimo, siempre unidos. Amar a Dios sólo, no es suficiente. El amor a Dios siempre nos empuja a los hermanos, y el amor a los hermanos nos hace descubrir el amor de Dios entre nosotros: “Nadie ha visto a Dios, pero si nos amamos, Dios permanece en nosotros y su amor alcanza en nosotros su perfección” (1 Jn 4, 12).
Las palabras del Levítico que Jesús relanza contienen un tercer mandamiento unidos a los dos primeros: el amor de sí mismo. “El amor a sí mismo constituye un principio fundamental de la moralidad” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2264). Es necesario amar como Dios nos ha creado, amar nuestra forma de ser, nuestra unicidad, y respetarla en los demás. Tener autoestima y creer en la misión que cada uno recibió de Dios cuando fue pensado y colocado en el mundo. Así, amándonos a nosotros mismos y el plan de Dios para nosotros y el camino de santificación que el Espíritu Santo obra en nosotros de una manera única, podremos amar a los demás en su singularidad de creación y santificación, donde el Espíritu Santo no se repite nunca.