Comentario al Domingo II de Navidad
Tenemos en nuestros ojos al Niño nacido en Belén, que está entre los brazos de su Madre y de san José. Seguimos meditando ese misterio escondido durante siglos en el corazón de Dios. La Sabiduría dice de sí misma: “El que me creó me hizo plantar mi tienda y me dijo: ´Pon tu morada en Jacob y toma como herencia a Israel´. Antes de los siglos, en el principio, Él me creó, por los siglos no dejaré de existir. En el Tabernáculo santo, en su presencia le di culto y así me establecí en Sion”. Hoy, contemplando a ese niño acostado en el pesebre, que se alimenta del pecho de su madre, acunado por los brazos paternos de José, sabemos que es la Sabiduría de Dios, su Palabra que se hizo carne, como nosotros, con todas las flaquezas de la criatura, habitó con nosotros, para permitirnos llegar a ser, con él, hijos en el Hijo.
Hoy con Pablo creemos que, con el acontecimiento inefable de la Encarnación, el Padre de nuestro Señor Jesucristo, en Él “nos ha bendecido con toda bendición espiritual en los cielos”. Más aún, que “en Él nos eligió antes de la creación del mundo para que fuéramos santos y sin mancha en su presencia por el amor”. Y la bendición del Padre consiste en la inmensidad de su amor que se manifiesta con el nacimiento entre nosotros del Hijo. Y que también nosotros seamos sus hijos adoptivos es “el designio amoroso de su voluntad, para alabanza y gloria de su gracia, con la cual nos hizo gratos en el Amado”.
El prólogo de la carta a los Efesios nos presenta un intento de expresar con palabras grandes y hermosas el misterio inefable del amor infinito de Dios por nosotros. Consciente de que sus palabras no son suficientes, Pablo reza “al Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria” para que nos conceda “un espíritu de sabiduría y de revelación para un conocimiento profundo de él; iluminando los ojos de nuestros corazones para que sepáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuáles las riquezas de gloria dejadas en su herencia a los santos”.
Para lograrlo, volvemos a meditar el prólogo de Juan que nos recuerda que ese Niño es la palabra del Padre y “estaba junto a Dios” y “era Dios”. Ese Niño que mama la leche materna ha hecho todo “lo que ha sido hecho”. Es vida y es luz. No nos hizo hijos a través de la carne y de la sangre, sino gracias a su carne y su sangre derramada por nosotros. Él habitó entre nosotros, vimos su gloria, nos colmó de toda gracia que rebosaba de él, nos reveló la verdad y el verdadero rostro del Padre. Por eso lo clavaron en la cruz, como blasfemo, los que no pudieron soportar la revelación de este rostro misericordioso y manso de Dios que sanó las heridas y debilidades de nuestra carne y sangre con su carne y su sangre.