La tercera Epifanía de Jesús tiene lugar en Caná. En la Misa el Evangelio comienza con las palabras: “en aquel tiempo”, pero en el original el episodio es introducido con: “el tercer día”. En la teofanía del Sinaí, Dios apareció a Moisés al tercer día entre truenos y relámpagos, en una nube y con un sonido de cuerno muy fuerte.

El estilo ha cambiado: aquí Jesús participa en una fiesta de bodas: alegría, buena comida, cantos y bailes. Tres días duró su búsqueda y tres días durará “su hora”, en Jerusalén. La boda es símbolo de la relación de Israel con Dios. Con Isaías Dios declara su amor por Jerusalén: “Serás llamada Mi gozo y tu tierra Casada, porque el Señor encontrará Su deleite en ti y tu tierra tendrá un novio… como el esposo se regocija por la esposa, así tu Dios se regocijará por ti”.

El verdadero esposo en Caná es Jesús, llamado siete veces con su nombre propio y tres con pronombres personales, y la verdadera esposa es María, llamada dos veces la madre de Jesús, luego mujer y otra vez madre. Es María quien presenta a Jesús y a sus discípulos, nosotros, a la fiesta. Ella se da cuenta. Deja el papel de simple invitada. Va más allá: no es el esposo, ni el maestro de mesa, nadie le ha pedido nada, pero “cuando se acabó el vino, la madre de Jesús le dijo: «No tienen vino»”.

Ha puesto sus ojos en el Hijo y con la mirada le pide que dé un signo de sí mismo a esos esposos y al mundo. Jesús está pensativo, a María le recuerda su estado de ánimo a las palabras del ángel. Quizá no quería empezar todavía lo que habría traído un inmenso sufrimiento a su Madre, porque le habría llevado a morir por amor, por todos.

Por eso le dice: “Mujer, ¿qué nos va a ti y a mí? Todavía no ha llegado mi hora”. La hora decidida por el Padre. Diciendo esto, conecta las bodas de Caná con su cruz y su resurrección. María entiende y, con el lenguaje de sus ojos, que ambos conocen bien desde siempre, le dice: mi amor, no temas por mí, ya he dicho mi sí.

Y es para siempre, lo sabes. Con la mirada le dice: “Ya puedes anticipar tu hora”. Pablo a los Corintios: “A cada uno se le da una manifestación particular del Espíritu para el bien común”, y en Caná cada uno hace su parte, los siervos cumplen con plenitud lo que María manda y que Jesús ha dicho: “hasta arriba” llenan las ánforas de piedra con agua para la purificación de la ley antigua.

Llegan a ser una anticipación de los cálices llenos del vino de la nueva alianza. El maestro de mesa prueba y testimonia que ese vino es el mejor. El esposo, primer receptor involuntario del evangelio de Dios, acoge con su asombrado silencio lo inesperado que sucedió en su vida. Los discípulos, y nosotros con ellos, creemos en Jesús y le seguimos.