Me llamo Job, tengo 45 años, estoy casado y tengo tres hijos. Vivo en… ¡qué más da! En realidad, mi historia se parece a la de muchos hombres. Desde que tengo memoria, mi vida ha sido una continua lucha sin ningún fruto aparente a pesar de mis muchos esfuerzos. Hace unas semanas mi mujer me dijo que se separaba de mí porque cada día me veía más raro. Mis hijos, que están entre los trece y los dieciocho, ya empiezan a querer vivir su propia vida; apenas hacen caso, a no ser que saquen provecho de su obediencia.

Siempre he intentado ser fiel a mi fe; pero, si he de decir toda la verdad, nunca me la tomé demasiado en serio. Poco a poco se ha ido debilitando, ya sea por desinterés o por aburrimiento; aunque también culpo algo a Dios, pues en ningún momento me ha dado descanso.

En fin, creo que soy uno más de los miles o millones de hombres que están pasando “la crisis de los cuarenta”, y, en mi caso, bastante grave. Cada día que amanece es una nueva cruz, hasta tal punto que mi vida ha dejado de tener sentido.

Hace unos días mi tensión era tal que ya no podía más, por lo que decidí darme por vencido. El día anterior había perdido el trabajo; por la noche tuve una pelea con mi hija la mayor, y, por si faltaba algo, mi mujer me echó la culpa de todo. Así que muy de mañana, cuando mi mujer creía que me iba con el coche al trabajo, salí a un robledal que hay a las afueras del pueblo con la mente fija en una idea y con el deseo de acabarlo todo… Estaba caminando por entre los árboles cuando decidí tener una última charla con Dios.

– Dios, le dije. ¿Podrías darme una buena razón para no darme por vencido? Su respuesta me sorprendió…

-Mira a tu alrededor. Él dijo. ¿Ves el helecho y el bambú?

– Sí, respondí.

– Cuando sembré las semillas del helecho y el bambú, las cuidé muy bien. Les di luz. Les di agua. El helecho rápidamente creció. Su verde brillante cubría el suelo. Pero nada salió de la semilla de bambú. Sin embargo, no renuncié al bambú. En el segundo año el helecho creció más brillante y abundante y nuevamente nada creció de la semilla de bambú. Pero no renuncié al bambú. Y lo mismo ocurrió el tercer y el cuarto año, pero yo no renuncié al bambú. Entrando en el quinto año un pequeño brote salió de la tierra. En comparación con el helecho, era aparentemente muy pequeño e insignificante. Pero sólo seis meses después el bambú tenía ya más de veinte metros de altura. Se había pasado cinco años echando raíces. Aquellas raíces lo hicieron fuerte y le dieron lo que necesitaba para sobrevivir. No le daría a ninguna de mis creaciones un reto que no pudiera sobrellevar.

Él me dijo:

– ¿Sabías que todo este tiempo que has estado luchando realmente has estado echando raíces? No renunciaría al bambú. Nunca renunciaría a ti. No te compares con otros, me dijo.

– El bambú tenía un propósito diferente al del helecho; sin embargo, ambos eran necesarios y hacían del bosque un lugar hermoso. Tu tiempo vendrá, Dios me dijo. ¡Crecerás muy alto!

– ¿Qué tan alto debo crecer? Pregunté.

– ¿Qué tan alto crecerá el bambú? Me preguntó como respuesta.

– ¿Tan alto como pueda? Observé.

– Nunca te arrepientas de un día en tu vida.

Los buenos días te dan felicidad.

Los malos días te dan experiencia.

Ambos son esenciales para la vida.

La felicidad te mantiene dulce.

Los intentos te mantienen fuerte.

Las penas te mantienen humano.

Las caídas te mantienen humilde.

El éxito te mantiene brillante.

Pero sólo Dios te mantiene… caminando.

Nuestro amigo, aunque no del todo convencido, vio una nueva luz en su alma, un atisbo de esperanza, una nueva razón para no abandonar. Empezó a entender que, cuando todo se pone en nuestra contra, siempre hay una razón para seguir luchando: “Para los que aman a Dios, todo lo que les ocurre es para su bien” (Rom 8:28)

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Jesucristo sabía perfectamente que podíamos tener dificultades para entender “sus caminos” por lo que en muchos lugares de las Escrituras aparecen recogidas insistentemente estas mismas enseñanzas:

“Si el grano de trigo no cae en la tierra y muere no da fruto; pero si muere da mucho fruto” (Jn 12:24). En cambio, nosotros queremos recoger fruto sin haber muerto primero, cual grano de trigo que cae en la tierra y muere.

“El que quiera ser mi discípulo que se niegue a sí mismo, tome la cruz cada día y me siga” (Mc 8:34).

“Para mí la vida es Cristo; y la muerte, una ganancia” (Fil 1:21).

“Fuimos sepultados juntamente con él mediante el bautismo para unirnos a su muerte, para que, así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros caminemos en una vida nueva” (Rom 6: 4-5).

“Estoy crucificado con Cristo, de tal modo que ya no vivo yo, sino que es Cristo el que vive en mí” (Gal 2:20).

“Estamos en todo atribulados, pero no angustiados; perplejos, pero no desesperados; perseguidos, pero no abandonados; derribados, pero no aniquilados, llevando siempre en nuestro cuerpo el morir de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo” (2 Cor 4: 8-10).

“El Reino de los Cielos es como un grano de mostaza que tomó un hombre y lo sembró en su campo; es, sin duda, la más pequeña de todas las semillas, pero cuando ha crecido es la mayor de las hortalizas y llega a hacerse como un árbol, hasta el punto de que los pájaros del cielo acuden a anidar en sus ramas” (Mt 13: 31-32).

¿Acaso no te acuerdas de que Jesucristo se estuvo preparando silenciosamente durante treinta años para cumplir su misión? Los cimientos de una casa son capaces de predecir cuán alto será un edificio, pero pocas personas se fijan en ellos.

¡Qué bonitas son las bodas de oro matrimoniales! Pero sólo los esposos saben que para llegar a ello tuvieron que luchar día a día durante cincuenta años. Si cualquier empresa humana necesita muchos años de preparación y sacrificio, cuánto más si la empresa entre manos es la salvación eterna.

En cuántas ocasiones me han preguntado almas piadosas lo que han de hacer para llegar a la oración contemplativa; pero, a la hora de la verdad, pocos están dispuestos a pasar por los estadios intermedios y ser fieles incluso cuando toca vivir la “noche oscura del alma”.

Queremos y pretendemos saber de todo; es más, deseamos incluso tener la ciencia de los ángeles, sin haber abierto un libro, sin haber hecho oración y sin haber compartido la cruz de Cristo.

Queremos ganar “la carrera” sin habernos fatigado.

Todo llegará a su tiempo. Quizá ahora el Señor quiere que eches raíces. Confía en Dios. Ten paciencia. Dios tiene su tiempo. A nosotros nos toca ser fieles. El fruto vendrá; pero cuando Dios quiera. Y si en alguna ocasión te llega la duda recuerda la moraleja de este cuento.