El acto de escuchar, en el evangelio de Juan, tiene a menudo el significado de creer en la voz de Dios y obedecerle. Los dos primeros discípulos escuchan al Bautista y siguen a Jesús. Los samaritanos escuchan a Jesús y le dicen a la mujer que por eso creen en él. Jesús dice: “Quien escucha mi palabra y cree al que me envió posee la vida eterna y no incurre en juicio, sino que ha pasado ya de la muerte a la vida”. Los apedreadores de la adúltera escuchan lo que dice Jesús y se van, dejando sus piedras.

En el discurso del Buen Pastor, Jesús habla mucho de escuchar: las ovejas escuchan al pastor, pero no a los ladrones y salteadores, y los que no son de ese redil “escucharán mi voz y se convertirán en un solo rebaño, en un solo pastor”. Entonces, algunos de los judíos dicen que está endemoniado y preguntan: “¿Por qué le escucháis?”. En cambio, Jesús dice de sus ovejas: “escuchan mi voz” y “me siguen”. Esto se deriva de la relación que Jesús tiene con ellos: “Las conozco”. Es un conocimiento tan íntimo y verdadero que conmueve a Natanael en su primer encuentro con él: “¿De qué me conoces?”, y lo lleva a creer en Jesús y a seguirlo. Se repite la experiencia del salmista: “Señor, tú me sondeas y me conoces… de lejos penetras mis pensamientos… todas mis sendas te son familiares”. La vida eterna que Jesús da a sus ovejas es la participación en su propia vida desde el principio, y la seguridad futura del amor que dura para siempre: “No perecerán para siempre”. No se perderán por su debilidad intrínseca, pero tampoco por ninguna intervención externa que intente robarlas: “Nadie las arrebatará de mi mano”. Es la mano de Jesús la que bendice y cura, la mano crucificada y resucitada que, mostrada a Tomás, le hará volver a la fe. La mano que nos agarra si nos caemos. El Padre ama al Hijo y todo lo ha puesto en su mano. La mano del Hijo en la que el Padre ha puesto “todo” (Jn 3, 35). Es la misma mano del Padre, porque “yo y el Padre somos uno”.

 

No seremos arrancados de la mano del Hijo ni de la mano del Padre por las persecuciones de las sinagogas, como las que los judíos desataron contra Pablo y Bernabé por envidia al ver la alegría de los paganos convertidos por sus palabras. Tampoco nos arrancarán de la mano de Jesús y del Padre las persecuciones de los paganos, como la de Diocleciano, “la gran tribulación” que llevó al trono del Cordero, en el cielo, a una multitud inmensa “que nadie podía contar”. El Apocalipsis cita a Isaías pero con la presencia del Cordero, el pastor que nos conduce a las fuentes de las aguas de la vida, junto con la antigua promesa: “Ya no pasarán hambre ni sed, no les hará daño el sol ni el bochorno… Y Dios enjugará toda lágrima de sus ojos”.