Comentario a la Solemnidad de la Ascensión del Señor
Con la Ascensión, Lucas concluye su Evangelio, y con el mismo Misterio comienza el libro de los Hechos. Por tanto, podemos entender la Ascensión como un nuevo comienzo, más que como una conclusión. También podemos entenderlo como una nueva forma de estar con nosotros y no como una separación.
Es también la condición para el envío de aquel “al que mi Padre ha prometido” de “la fuerza de lo alto”. Por eso los apóstoles tienen una gran alegría y no la tristeza que sería tan comprensible ante la separación de un ser querido y más aún si es el Hijo de Dios, quien ha cambiado sus vidas y la historia del mundo.
Al final del Evangelio de Lucas Jesús se refiere a lo que “está escrito”: los libros del Antiguo Testamento que revelan el plan eterno de salvación del Padre, en el que siempre estaban previstos el sufrimiento y la resurrección de Cristo y también la predicación de la conversión y del perdón de los pecados a todos los pueblos. Esta es la síntesis del anuncio confiado a los apóstoles como testigos.
Esta es su tarea, que también es la nuestra. Así pues, la Ascensión nos ayuda a recordar el kerigma, el anuncio esencial de la Iglesia primitiva, que debemos dar siempre al mundo: Cristo fue crucificado y resucitó, nos invita a la conversión y a recibir el perdón de Dios como sobreabundancia de amor.
Para su despedida, Jesús “los condujo a Betania”. Lucas utiliza el verbo que se usa muchas veces en la Biblia de los LXX para decir que Dios condujo a su pueblo fuera de la tierra de Egipto, y en el Evangelio de Juan se usa para el buen pastor que guía a sus ovejas: Jesús lleva como buen pastor a sus apóstoles hacia Betania, el lugar tranquilo de su descanso. Y entonces levanta las manos. Esas mismas manos que cuarenta días antes les había mostrado en el Cenáculo: “¡Mirad mis manos y mis pies!”. Ahora también las miran y ven las huellas imperecederas de su pasión y con esas manos los bendice.
Al final de sus días en la tierra Jesús no hace recomendaciones, reproches, lamentaciones, juicios o condenas. Al contrario, bendice a los suyos y a todos los que han de venir, a toda la Iglesia de todos los tiempos, a toda la creación.
Pensemos en la bendición de Jesús cuando la recibimos en la liturgia o en las grandes fiestas: es siempre esa bendición, que se repite.
Una benevolencia divina, una fuerza que desciende de lo alto, que produce una vida más fuerte que la muerte, que el pecado, que toda fragilidad y toda maldad de los hombres. Que dona una paz que es más fuerte que cualquier guerra.
Los dos hombres con túnica blanca sacuden a los hombres de Galilea que estaban mirando al cielo y les dicen que Jesús volverá “de igual manera”: por lo tanto, volverá bendiciendo.