Lámparas encendidas en el camino de la santidad

Queridos Miembros de Vida Contemplativa:

Llegado a su fin el tiempo litúrgico de Pascua, la Iglesia hace memoria festiva y solemne del misterio de la Santísima Trinidad. La Conferencia Episcopal Española ha considerado que ése era un día muy apropiado para que todos en la Iglesia oremos por las religiosas y los religiosos de vida contemplativa y les mostremos con afecto nuestra gratitud.

Si la fe nos toma de la mano y guía al corazón de Dios, allí se nos permite contemplar lo que Dios es en sí mismo, y también lo que nosotros somos en Dios: “Pues todos nosotros hemos sido bautizados en un mismo Espíritu para formar un solo cuerpo” (1Cor 12,13); “pues bien, vosotros sois el cuerpo de Cristo, y cada uno es un miembro” (1Cor 12,27), y “porque habéis muerto, y vuestra vida está escondida en Dios” (Col 3,3). Necesitamos acercarnos al misterio de nuestro ser, a lo que somos en Cristo Jesús, a lo que somos en Dios, en el seno de la Trinidad Santa. Por la naturaleza de su vocación, religiosos contemplativos se han hecho peregrinos permanentes en ese camino por el que la fe los lleva a sondear el misterio de Dios y los acerca, al mismo tiempo, al misterio del hombre.

En esta Jornada dedicada a los contemplativos, además de acompañarlos con la fuerza de la oración, deseamos que se conozca mejor y se tenga en la debida estima su peculiar misión en la Iglesia y en el mundo. Ellos están siempre a la escucha, promueven la conversión y animan el espíritu de comunión, siendo lámparas en el camino sinodal que la Iglesia está recorriendo.

 

Del laboratorio al oratorio

Si el ser humano fuese sólo un episodio intrascendente de la evolución de la materia, no cabría hablar de misterios y el saber sobre nosotros mismos sería sólo una cuestión de laboratorios y de análisis, de leyes físicas y químicas, de fórmulas matemáticas. Pero si el ser humano es un ser libre, si somos sujeto de derechos y deberes, si somos capaces de bien y de mal, entonces nuestra existencia sale necesariamente del laboratorio en busca del oratorio y, más allá de la curiosidad en los análisis y de la precisión en las fórmulas, se nos hace de casa la mirada contemplativa. No parece que sean pocos los que hoy consideran la vida de los consagrados un sinsentido y la de los contemplativos una locura, una no vida. Y lo es, sin duda, si ese juicio se emite desde un mundo en el que sólo tiene sentido lo que es susceptible de ser analizado, utilizado y desechado al margen de lo trascendente.

Si de la humanidad desaparece la dimensión de misterio, no habrá modo de dar sentido al monasterio. El creyente intuye, sin embargo, que en ese mundo, en el que los seres humanos seríamos apenas un accidente en el proceso evolutivo, nuestra dote sería la soledad, nuestra ley, el egoísmo y nuestra forma de vida, la violencia. Cada día, el creyente puede constatar que la locura, el absurdo, el sinsentido están precisamente en ese mundo sin misterio que cierra los caminos a la novedad, ciega las fuentes de la esperanza, hace imposible la comunión. Los creyentes soñamos un mundo nuevo en el que se viva la fraternidad, un mundo que es todo del hombre porque es todo de Dios. Los creyentes necesitamos adentrarnos por la rendija luminosa del misterio.

 

En la hondura del misterio

“Reconoce de dónde te viene que existas, que tengas vida, inteligencia y sabiduría, y, lo que está por encima de todo, que conozcas a Dios, tengas la esperanza del reino de los cielos y aguardes la contemplación de la gloria (ahora, ciertamente, de forma enigmática y como en un espejo, pero después de manera más plena y pura); reconoce de dónde te viene que seas hijo de Dios, coheredero de Cristo, y, dicho con toda audacia, que seas, incluso, convertido en Dios” [1]. Nos está faltando tal vez la audacia expresiva con que los Padres de la Iglesia se adentraban en los misterios de la fe. Diría más aún: es muy posible que, de la vida de muchos hombres y mujeres que todavía se confiesan cristianos, no sólo se haya ausentado la audacia de la confesión de fe, sino que haya desaparecido también la memoria de lo que somos por gracia de Dios.

Más que considerar lo que cada uno de nosotros es por la fe, lo que el Espíritu de Dios hace por nosotros, lo que de Dios hemos recibido por gracia y lo que nos constituye en nuestro ser de cristianos, solemos fijarnos en lo que hacemos o dejamos de hacer, en prácticas rituales que consideramos más o menos obligatorias para un cristiano. Curiosamente, esas prácticas nos sitúan en un mundo sin misterio, en un mundo a nuestra medida, en un mundo que pretendemos que sea sólo nuestro.

Para darnos cuenta de ese mundo sin horizonte de esperanza es más que suficiente un ligero examen de conciencia y enseguida nos encontramos siempre iguales a nosotros mismos, siempre las mismas fragilidades, siempre y sólo nuestra realidad. No es así la perspectiva de Dios a la que da acceso la audacia de la fe. Allí son de casa las preguntas: ¿De dónde te viene que existas? ¿De dónde te viene que conozcas a Dios? ¿De dónde te viene que tengas esperanza? Allí es de casa la hondura de los misterios: “Por el bautismo fuisteis sepultados con Cristo y habéis resucitado con él, por la fe en la fuerza de Dios que lo resucitó de los muertos” (Col 2,12). “Pero Dios rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho revivir con Cristo –estáis salvados por pura gracia-; nos ha resucitado con Cristo Jesús, nos ha sentado en el cielo con él” (Ef 2,4-6). “Como sois hijos, Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: «Abba, Padre». Así que ya no eres esclavo sino hijo, y si eres hijo, eres también heredero por voluntad de Dios” (Gal 4,6-7). Allí es de casa la contemplación.

 

Con vosotros:

Gracias, hermanas y hermanos nuestros, que, desde el silencio contemplativo prestáis a la comunidad eclesial el necesario servicio de vigías en la noche, centinelas del misterio, profetas de un mundo nuevo. Gracias por vuestra aportación a la sociedad entera, como memoria que sois de la dignidad humana, de la grandeza divina, del amor que nos envuelve, de la dicha que nos espera. Con vosotros está siempre el Señor que os ha llamado. Con vosotros estamos cuantos en la Iglesia nos reconocemos bendecidos de Dios con vuestras vidas. Con vosotros están ya, aunque no lo sepan todavía, cuantos un día descubran el misterio del que les dais testimonio.

¡Gracia y paz a vosotros de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo! Vuestro arzobispo os saluda con afecto y bendice en el Señor.

+ Julián Barrio Barrio,
Arzobispo de Santiago de Compostela.

 

 

[1] San Gregorio Nacianceno, Sermón 14, 23. Versión tomada de la Liturgia de las horas, Oficio de lecturas, segunda lectura, lunes de la I Semana de Cuaresma.