El amor entrañable del Padre Pío a la Virgen se expresaba de modo particular por el rezo del Santo Rosario. Él siempre llevaba un rosario enrollado en la mano o en el brazo, como si fuera un arma contra toda clase de enemigos. Lo rezaba de continuo. En una nota, dejó escrito: “Diariamente recitaré no menos de cinco rosarios completos”

En cierta ocasión visitaba a San Pío de Pietrelcina el obispo Pablo Corta, juntamente con un amigo suyo, oficial del ejército italiano. El obispo le pedía, bromeando, al Padre Pío un billete de entrada al Paraíso para el militar.

El Padre Pío, le respondió, sonriente:

—¡Ah! ¡Sí, sí!… Con mucho gusto… Para entrar en el Paraíso se requiere algo muy importante. Hay que contar con el billete de acceso a la Santísima Virgen. Si esto se consigue, lo hemos conseguido todo. Ella es la Puerta del Cielo. Y el billete que te permite el ingreso en el Cielo es el Santo Rosario ¡Este es el billete! ¡Toma, pues, toma el billete para entrar en el Cielo!, le dijo al militar, mientras con su mano le alargaba un rosario.

El Padre Pío consideraba a la Virgen Santísima especialmente como Madre, la Madre de Jesús y después la Madre nuestra. Son miles las veces que el Padre Pío llama a María con el dulce nombre Madre: mamma, mammina mia, mammina bella, etc.

Decía: “¡Cuántas veces he confiado a esta Madre las penosas ansias de mi corazón agitado y cuántas veces me ha consolado en mis grandes aflicciones! Al no tener ya madre en esta tierra de angustias, no puedo olvidar que tengo una muy amante y misericordiosa en el cielo. ¡Pobre madrecita mía, cuánto me quiere, lo he llegado a comprobar muchas veces…!

Con el rosario en la mano, pronunciando dulcemente los nombres de Jesús y María, entregó su alma a Dios.

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Cuando rezamos el Rosario y contemplamos los misterios de gozo, de dolor y de gloria, revivimos los hitos más importantes y significativos de la historia de la salvación y recorremos las diversas etapas de la vida y misión de Cristo. Entonces, de la mano de María y penetrándonos de sus sentimientos, orientamos nuestro corazón hacia Jesús, poniéndolo en el centro de nuestra vida, de nuestro tiempo, de nuestras actividades, de nuestros sufrimientos y alegrías, como hacía la Virgen, que meditaba en su corazón todo lo que se decía de su Hijo, y también lo que Él hacía y decía.

En un mundo tan disperso y complicado como el nuestro, acuciados por las prisas, muchos cristianos difícilmente encuentran espacios para la oración personal serena y dilatada. Todos, sin embargo, niños y jóvenes, adultos y ancianos, y muy especialmente los enfermos, tenemos cada día mil oportunidades de practicar esta devoción, en casa, en la calle, camino del trabajo, en el coche o en el autobús. Qué bueno sería recuperar esta devoción también en las familias. Cuánta paz brotaría en las relaciones familiares, cuántas crisis se evitarían, cuántas quiebras de la unidad, cuánto dolor y cuánto sufrimiento. La vida familiar es muy distinta cuando en el hogar se concluye la jornada rezando el Rosario.

El Padre Pío era un enamorado del rezo del Santo Rosario. Que también nosotros aprendamos el valor tan inmenso que tiene el rezo de esta oración tan sencilla y poderosa. El rezo del Rosario es uno de los signos más elocuentes de nuestro amor a la Santísima Virgen.