Al final de una cena en un castillo inglés, un famoso actor de teatro entretenía a los huéspedes declamando textos de Shakespeare.

Luego se ofreció a que le pidieran algún “bis”. Un sacerdote muy tímido preguntó al actor si conocía el salmo 22. El actor respondió:

Sí, lo conozco y estoy dispuesto a recitarlo sólo con una condición: que después también lo recite usted.

EI sacerdote se sintió un poco incómodo, pero accedió a la propuesta. EI actor hizo una bellísima interpretación, con una dicción perfecta, de “EI Señor es mi pastor, nada me falta…”. Los huéspedes aplaudieron vivamente.

Llegó el turno del sacerdote, que se levantó y recitó las mismas palabras del salmo 22. Esta vez, cuando terminó, no hubo aplausos, sólo un profundo silencio y lágrimas en algún rostro.

EI actor se mantuvo en silencio unos instantes, luego se levantó y dijo:

Señoras y señores, espero que se hayan dado cuenta de lo que ha ocurrido aquí esta noche. Yo conozco el Salmo, pero este hombre conoce al Pastor.

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Este actor era capaz de declamar con sonora voz dándole profundo sentido a las palabras; en cambio, el sacerdote no tenía esa aptitud para la declamación, pero conocía perfectamente de lo que hablaba porque lo había hecho realidad en su propia vida. Cuando la gente le oyó hablar, quedó muda y sin respiración; es más, hasta a algunos se les saltaron las lágrimas.

El buen sacerdote no ha de ser famoso tanto por su oratoria cuanto por su santidad. Lo que convierte a las personas no son los sermones llenos de bonitas palabras, sino el hecho de que éstas procedan de un corazón que realmente vive lo que enseña y ama a aquél de quien habla.

El orador mueve a las personas al aplauso ruidoso, el buen pastor mueve a la conversión silenciosa del corazón.