Kimba era uno de los elefantes más grandes que había en el Serengeti (Tanzania). Como era el más sabio y el más fuerte, todos lo habían elegido como jefe de la manada.

Kimba siempre estaba atento a cualquier peligro que pudiera aparecer. Conducía la manada a los mejores prados, donde estaban las hierbas más jugosas y las ramas más tiernas. Cuando hacía mucho calor, los llevaba a las mejores charcas de agua y allí bebían y se bañaban llenos de gozo y parsimonia.

Por la noche, era Kimba el que hacía la guardia para que todos pudieran dormir con seguridad. Si surgía algún problema, todos miraban a Kimba, y su serenidad daba tranquilidad a toda la manada. Aunque, a decir verdad, había un peligro que a todos aterrorizaba: el hombre blanco. Si algún día llegaban a descubrirles, no dudarían en matarlos para arrancarles sus valiosos colmillos de marfil.

Kimba, día y noche, no dejaba de vigilar. Y siempre que olía la presencia del hombre blanco, conducía la manada a lugar seguro.

Pero un día ocurrió lo inevitable. Un grupo de cazadores descubrió a la manada por sorpresa. Mientras los elefantes se refugiaban en una sabana cercana, junto al río Grumeti, Kimba se enfrentó a los cazadores. Se lanzó corriendo hacia ellos. Y, a pesar de los disparos, no se detuvo. Consiguió hacerles huir de momento, pero quedó herido. Con gran dificultad, volvió a donde estaba la manada para tranquilizarlos.

Los cazadores rodearon el bosque. La manada de Kimba no tenía escapatoria. La única salida era por el río Grumeti, pero la corriente era tan fuerte debido a las crecidas de las lluvias que era imposible atravesarlo.

Estaba anocheciendo. Los cazadores acamparon cerca de donde estaban los elefantes atrapados. Cuando saliera el sol acabarían con ellos.

Todos los elefantes miraban angustiados a Kimba, que estaba herido de gravedad. La situación era desesperante. Después de pasar largo rato así, se levantó como pudo y se dirigió hacia un gran árbol que crecía junto al río. Con la cabeza comenzó a empujarlo con todas sus fuerzas. Los demás elefantes comprendieron su idea y lo ayudaron a empujar. Tras muchos esfuerzos, el gran árbol cayó atravesando el río, haciendo un puente que unía las dos orillas.

Uno por uno, todos fueron cruzando el río. Cada vez que pasaba un elefante, el árbol crujía más y más. Kimba se quedó el último para pasar. Había perdido mucha sangre y apenas tenía fuerzas. En la otra orilla, todos tenían los ojos fijos en él. Como pudo, empezó a cruzar el río. Pero el árbol no resistió más peso y se partió en dos y fue arrastrado por las aguas. Kimba se cayó al caudaloso río y murió, pero toda la manada se había salvado gracias a él.

A la mañana siguiente, los cazadores no encontraron ningún elefante en la zona. No podían explicarse lo ocurrido. Tan sólo encontraron un rastro de sangre y los restos de un árbol arrancado.

*** *** ***

Kimba entregó su vida para salvar a toda su manada. Así es lo que ocurre en las vidas de muchos santos y hombres buenos. Ellos se sacrifican por los demás; los demás se salvan, pero a ellos les puede costar la vida.

¡Cuántas veces los hombres obran esperando la recompensa o el aplauso! Lo maravilloso de esta vida no es que los demás reconozcan tus méritos sino tu Padre que ve en lo escondido. Él sin duda alguna te recompensará (Cfr Mt 6:6).