Todos los evangelistas citan la inscripción en la cruz de Jesús con el motivo de la condena. Refieren textos diferentes, pero en todos ellos aparecen las palabras “el rey de los judíos”.

La escena del Calvario descrita por Lucas, que leemos hoy, recoge tres grupos de burlas al “rey de los judíos”: por parte de los dirigentes del pueblo, de los soldados y de uno de los malhechores.

En cambio, Lucas es el único evangelista que describe al pueblo como si no participara en la crítica: observaban para entender el significado de lo que estaba sucediendo.

De hecho, después de su muerte, “toda la multitud que había concurrido a este espectáculo, al ver las cosas que habían ocurrido, se volvía dándose golpes de pecho”: la acción salvadora de Jesús ya estaba dando sus frutos. Las tres frases de burla, paradójicamente, destacan el papel de Jesús como salvador: ¡tú que salvaste, salva!

Los líderes del pueblo querían colgarlo en la cruz para demostrar que no venía de Dios, según lo que está escrito en Deut 21, 22: “Un colgado en el madero es maldición de Dios”. Le dicen: “¡Que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el Elegido”, palabras que recuerdan la tentación demoníaca: “Si eres Hijo de Dios, tírate abajo”, desde el punto más alto del templo.

La tentación de utilizar la fe, la posición de uno ante Dios, para beneficio personal. La demanda de los soldados “Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo” apela al rey entendido como poder político y puede compararse con la tentación del diablo en el desierto que le ofrecía el poder de todos los reinos de la tierra. La del malhechor, “sálvate a ti mismo y a nosotros”, es comparable a la tentación de convertir las piedras, por hambre, en pan: propone a Jesús un uso de su poder salvador para una salvación terrena contingente y separada de la justicia.

Con su silencio, Jesús reitera lo que les había dicho a los suyos: “Quien quiera salvar su vida, la perderá”. El malhechor que se convierte ha comprendido que Jesús los está salvando a él y a todos precisamente ofreciendo a Dios, como inocente, su propio suplicio. Es el único personaje de todo el Evangelio que se dirige a Jesús por su nombre, sin ningún otro apelativo: “Jesús”, Salvador. Tiene una relación sencilla y confiada con él. Le dice “acuérdate de mí”, como en el Salmo: “Acuérdate de mí con misericordia, por tu bondad, Señor” (25, 7). Ha comprendido que para Jesús aquel es un paso hacia su reino, que no es de este mundo: “Cuando llegues a tu reino”.

Que Jesús esté con él y a su lado es la forma de salvarlo, como había sucedido con Zaqueo y como sucederá con los discípulos de Emaús y a partir de “hoy” se convierte en un estar eterno: “estarás conmigo en el paraíso”. Así Jesús está con nosotros, a nuestro lado, siempre, para estar después con nosotros, siempre, en el paraíso.