En su Sermón de la Montaña, Jesús dio seis “antítesis”, seis afirmaciones que parecen contradecir enseñanzas de la Antigua Ley. Cuatro de ellas aparecen en el evangelio de hoy. Pero al introducir estas antítesis, Jesús aclara que no las contradice, sino que las eleva a un nivel superior. “No penséis que he venido a abolir la ley y los profetas; no he venido a abolirlos, sino a darles cumplimiento”.

En ellos, Jesús revela el nivel superior de moralidad que nos impone el Evangelio. Mientras que la Antigua Ley se centraba más en la moral social -al menos tal como se llegó a entender-, la Nueva Ley nos exige la conversión interior, que es el fundamento esencial de la vida en sociedad. La Antigua Ley nos decía que no matásemos ni cometiésemos adulterio; regulaba el matrimonio y, como parte de él, permitía el divorcio; prohibía los juramentos falsos; establecía nociones básicas de justicia y fijaba límites claros entre vecinos y enemigos.

Plenitud de la Ley

Pero Jesús enseña (de un modo que alude a su divinidad: sólo Dios puede modificar una ley que Dios reveló primero) que debemos vivir las actitudes interiores que son el fundamento de estos preceptos. Para evitar matar, debemos resistir la ira interior que lleva a la violencia y buscar la reconciliación temprana que impide que los problemas se agraven. Para evitar el adulterio, debemos buscar la pureza de corazón que nos lleva a respetar la dignidad de los demás, en particular de las mujeres. Esto puede requerir acciones radicales para resistir el pecado y sus ocasiones – de ahí las metáforas de arrancarse el ojo o cortarse la mano.

A continuación, Jesús ofrece una nueva visión del matrimonio en la que las mujeres no pueden ser simplemente descartadas. El matrimonio es indisoluble y divorciarse del cónyuge para casarse con otro es adulterio. A continuación, insiste en una profunda actitud de veracidad; debemos decir simplemente “sí” o “no” sin hacer juramentos innecesarios. Las dos antítesis siguientes (que no aparecen en el evangelio de hoy) nos invitan a abandonar todo deseo de venganza, prefiriendo sufrir un agravio a infligirlo, y a no hacer ya distinción entre enemigo y prójimo. Incluso debemos amar a quienes nos son hostiles.

Hay que vivir la Antigua Ley, pero de un modo más profundo, más interior, con una “justicia superior a la de los escribas y fariseos”, apuntando a la conversión interior, no a la corrección exterior. La ley no debe relajarse en sus requisitos esenciales, sino en sus aplicaciones contingentes. Ya no practicamos la circuncisión ni los sacrificios de animales, pero debemos dedicarnos a Dios en cuerpo y alma.

La mansedumbre y la pureza de corazón, la fidelidad absoluta en el matrimonio, una profunda veracidad, el rechazo de cualquier deseo de venganza y la disolución de la distinción entre prójimo y enemigo… Éstos son los fundamentos de una vida social pacífica, que surge de la paz en nuestras almas.