El Evangelio de hoy es tan largo -el relato completo de la Pasión de Nuestro Señor- que los sacerdotes no suelen añadir más que la más breve de las homilías para comentarlo.

La descripción del sufrimiento de Cristo por nosotros es más que suficiente para hablar por sí misma. A la procesión de los Ramos al comienzo de la Misa se añade el relato de la entrada de Cristo en Jerusalén montado en un asno. Y con ello acompañamos de algún modo a Jesús en su camino hacia la Ciudad Sagrada para sufrir y morir por nosotros. Numerosos santos nos han animado a meditar la Pasión y a entrar en esas escenas – “como un personaje más”, decía san Josemaría Escrivá-. También nosotros podemos estar entre la multitud que extiende sus vestiduras ante Nuestro Señor; podemos ser uno de los niños que gritan en el Templo: “¡Hosanna al Hijo de David!” (Mt 21, 15). No debemos limitarnos a leer las escenas evangélicas, sino vivirlas.

Pero si las vivimos de verdad, descubriremos también en nosotros la aterradora posibilidad de que nuestro papel no sea siempre el de los discípulos fieles, el de la Virgen y san Juan y el de las santas mujeres en torno a la Cruz. El papel que desempeñamos a menudo podría ser el de los apóstoles que huyen de Cristo en el Huerto de los Olivos. O incluso el de los escribas y fariseos indignados ante los gritos de los niños: cuántas veces nos hemos sentido molestos por expresiones de fe que no se ajustan a nuestras rígidas ideas de corrección. O, lo más espantoso de todo, podríamos encontrarnos entre las multitudes que ante Poncio Pilato clamaban por la muerte de Jesús, gritando: “¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!” (Lc 23, 21).

Hoy celebramos lo que parece el triunfo de Cristo. Entra en Jerusalén aclamado por las multitudes como Mesías-rey, Hijo de David, cumpliendo la profecía de Zacarías: “Mira que viene tu rey, pobre y montado en un borrico, en un pollino de asna”. Por humilde que sea un asno, en el pasado había sido un animal de la realeza (véase 1 Re 1, 33), por lo que el hecho de que Jesús lo utilizara expresaba tanto su humildad como su realeza. Dentro de cinco días, ese rey será coronado de espinas y clavado en el “trono” de la Cruz. Pero tres días después se levantará glorioso para buscar amorosamente a los mismos hombres que le habían defraudado tanto. Todos estos acontecimientos nos enseñan no sólo a no dar demasiada importancia al éxito aparente – la burbuja puede estallar rápidamente -, sino también a no dar demasiada importancia al fracaso aparente. El único triunfo definitivo es la Resurrección de Cristo y Cristo sigue vivo: “Ha resucitado”. Podemos vivir esta Semana Santa bien o mal, la Cuaresma puede haber sido un desastre, pero basta con estar cerca de María, aceptar nuestra debilidad y nuestra necesidad y cada fracaso se convertirá en una victoria. La Semana Santa nos enseña que todos los fracasos nos llevan al triunfo definitivo. La muerte es el camino hacia la vida.