El Jueves Santo celebramos los grandes dones que Cristo nos hizo, pero también recordamos la traición de Judas y la cobardía de los apóstoles. En la misma noche en que Cristo llega a tales extremos de amor, la cobardía y la traición humanas también llegan al extremo. Después de que Cristo nos había dado -también a Judas- el mayor regalo de todos, su propio cuerpo y sangre bajo la forma de pan y vino, Judas sale a traicionarle al lugar donde Cristo se reunía con sus amigos y mediante el saludo de un amigo: un beso. Esta es la triste historia de la humanidad: la mezcla del amor divino y la traición humana. Pero el amor divino es obstinado: Dios no se rinde, sigue amándonos por mucho que le decepcionemos.

En la Última Cena, Jesús nos hace cuatro regalos que no tienen precio: nos da la Eucaristía, lava los pies de sus discípulos, nos regala el sacerdocio y el mandamiento nuevo.

Para comprender el don de la Eucaristía, hay que pensar en el amor de las madres por sus hijos pequeños. Una madre, después de haber lavado a su hijito, y viéndolo tan hermoso, podría decirle: “Te comería”. El amor busca la unión, también corporal. ¿Por qué nos besamos? Porque buscamos la unión física con esa persona. Cristo nos ama tanto que permite que lo comamos. El amor lo lleva a entrar en nosotros, incluso corporalmente, para lograr una unión que va mucho más allá del beso. Quiere que lo comamos para que lo amemos.

Jesús muestra también su amor haciéndose nuestro servidor. Él, que es Dios, lava los pies de sus discípulos, se hace nuestro esclavo. Una vez más, nuestras madres pueden ayudarnos a comprender mejor este amor. Aunque nunca deberíamos tratar a nuestras madres -ni a nadie- como esclavas, las madres, de hecho, se convierten libremente en nuestras siervas. El verdadero amor conduce al servicio radical.

Jesús nos muestra su amor dándonos sacerdotes. Cuando dio la Eucaristía a los apóstoles, les dijo: “Haced esto en memoria mía”. Les dio el poder de hacer lo que él acababa de hacer: transformar el pan y el vino en su cuerpo y su sangre. Los hizo sacerdotes. Cada sacerdote es un signo del amor de Dios, un signo de que quiere seguir alimentando a su pueblo con Él mismo, para que encontremos vida en Él.

El último don es el mandamiento nuevo. En la Última Cena, Jesús dijo: “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también unos a otros”. 

Se trata de un mandamiento, pero también de un don. Al mandarnos amar, Jesús nos da el poder de amar. No nos hace simplemente receptores pasivos de su amor, también podemos ser transmisores del mismo. Por la misericordia de Dios, no sólo recibimos amor, sino que también podemos darlo a los demás. No hay nada más grande que ser amado y amar. Estos son los dones que celebramos esta tarde.