Hoy es el Domingo de la Divina Misericordia, fiesta universal inaugurada por el Papa san Juan Pablo II a raíz de las revelaciones recibidas en los años 30 por santa María Faustina Kowalska, la gran apóstol de la misericordia divina.

A través de estas revelaciones, Jesús le dijo: “Te envío con mi misericordia a los hombres del mundo entero. No quiero castigar a la humanidad dolorida, sino que deseo curarla, estrechándola contra mi corazón misericordioso”.

Es un día para reflexionar más sobre el misterio de la misericordia de Dios, y también sobre la gracia y el perdón que Dios nos ofrece a través de esta misericordia. Es muy oportuno que celebremos esta fiesta justo después de Pascua: la Pasión, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor nos dan la prueba definitiva de la misericordia de Dios. Podríamos decir, utilizando una idea del Papa Benedicto XVI, que, en el sufrimiento y la Cruz de Jesús, la misericordia de Dios se vuelve contra su justicia. Dios es el ofendido y nosotros merecemos el castigo, pero Él toma sobre sí la pena que deberíamos haber recibido. En la Resurrección vemos la profundidad del amor de Dios por nosotros: un amor que supera y es más fuerte que nuestro mal, un amor más fuerte que la muerte.

El Evangelio de hoy nos ayuda a meditar en la misericordia de Dios. “Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: ‘Paz a vosotros’. Nuestro miedo nos encierra, pero nada puede interponerse a la misericordia divina. A pesar del miedo de los apóstoles, a pesar de la puerta cerrada, Jesús viene y se pone en medio de ellos… y de nosotros. La misericordia de Dios supera todos los obstáculos externos e incluso el miedo interno que nosotros mismos creamos. Cristo viene con su paz: el don de la paz es siempre parte de su misericordia.

Sopla sobre los apóstoles, un gesto claro para acompañar su don del Espíritu Santo: “Recibid el Espíritu Santo”. Recordemos que, en hebreo, la misma palabra, ruah, se utiliza tanto para “aliento” como para “espíritu”. Jesús hace partícipes a los apóstoles de su propia vida, de su propio Espíritu. Pero inmediatamente añade: “A quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos”. El don de Cristo de su paz y de su Espíritu a los apóstoles va acompañado del poder de perdonar, de liberar, los pecados, que son el principal obstáculo para la paz y les “envía” a hacer precisamente esto. Esta misericordia nos llega hoy principalmente a través del sacramento de la Confesión: para perdonar nuestros pecados, la Iglesia debe escucharlos, y este sacramento es la forma más práctica y eficaz de hacerlo, ofreciendo a los penitentes también la paz que viene de descargar su carga pecaminosa. Cristo sopla también sobre nosotros, enviándonos a ser instrumentos de su paz, lo que incluye ciertamente hacer que otros se beneficien de este extraordinario sacramento de la misericordia divina.