Una pareja de jóvenes llevaba varios años casados y no habían podido tener hijos. Para no sentirse solos, compraron un cachorro y lo querían como si fuera su propio hijo.

El cachorro creció hasta convertirse en un grande y hermoso perro, salvó en más de una ocasión a la pareja de ser atacada por ladrones. Siempre fue muy fiel: quería y defendía a sus dueños contra cualquier peligro.

Después de siete años de tener al perro, la pareja logró tener el hijo tan ansiado. La pareja estaba muy contenta con su nuevo hijo y disminuyeron las atenciones al perro. Este se sintió relegado, comenzó a sentir celos del bebé y ya no era el perro tan cariñoso y fiel que tuvieron durante siete años, o al menos esa era la impresión que a ellos les daba.

Un día la pareja dejó al bebé plácidamente durmiendo en la cuna y fueron a la terraza a tomar café. Cuál no sería su sorpresa cuando se dirigen al cuarto del bebé y ven al perro por el pasillo con la boca terriblemente ensangrentada, moviéndoles la cola. El dueño del perro pensó lo peor, sacó un arma y, movido por la furia y la desesperación, mató al perro. Corrió al cuarto del bebé y encontró en el suelo una gran serpiente venenosa degollada. El dueño comenzó a llorar, exclamando: ¡he matado a mi perro fiel!

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¡Cuánto daño nos hacen las reacciones violentas! ¡En cuántas ocasiones nos hemos tenido que arrepentir por haber reaccionado movidos por un primer impulso descontrolado! ¡Cuánto daño nos hemos hecho a nosotros mismos y, lo que es peor, a los demás, cuando nos hemos dejado llevar por los nervios! Y por otro lado ¡cuántas veces hemos errado el juicio cuando hemos acusado a la ligera a una persona sin tener pruebas suficientes! ¿Acaso está nuestro corazón tan sucio y corrompido que sólo sabemos ver lo malo en los demás? ¿Cuándo aprenderemos a ver primero lo bueno?

La reacción violenta de este hombre lo llevó a matar a su “amigo más fiel”. Llevemos más cuidado con nuestras reacciones, pues a veces podremos hacer acciones para las que luego no haya remedio.

Aquí también hemos de aprender del Señor que, en el templo, que se había convertido en una cueva de ladrones, actuó movido por la santa ira, pero que por otro lado siempre nos enseñó: “Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón” (Mt 11:29).