Comentario al V Domingo de Pascua
Jesús parece herido por la petición aparentemente casual de Felipe: “Señor, muéstranos al Padre y nos basta”. Hay varios niveles de ignorancia en lo que pide Felipe: como si pidiera algo pequeño, como si el Padre fuera algo que se pudiera simplemente mostrar, como si la sed de la divinidad se pudiera saciar tan fácilmente… Pero Jesús se centra en un aspecto de esta ignorancia y le dice: “Hace tanto que estoy con vosotros, ¿y no me conoces, Felipe? Quien me ha visto a mí ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: ‘Muéstranos al Padre’?”
E insiste, subrayando la gran realidad que Felipe, y sin duda también los demás apóstoles, no habían captado: Jesús como revelador del Padre, porque es uno con el Padre: “Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre en mí”.
A medida que Jesús se acerca a su misterio pascual, la máxima expresión del plan salvífico de Dios para la humanidad, a través del cual seremos llevados a compartir la vida de la Trinidad, siente la necesidad de hablarnos más de esta vida, una vida que vino a la tierra para darnos el poder de compartir. Él mismo es el camino hacia esta vida, como dice a Tomás: “Yo soy el camino, la verdad y la vida”. A través de Jesús tenemos acceso a la vida trinitaria y su mismo regreso al Padre es para preparar nuestra “habitación” en la casa del Padre: “En la casa de mi Padre hay muchas moradas…. Cuando vaya y os prepare un lugar, volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo estéis también vosotros”. El Cielo, y la vida cristiana que es su anticipo, es estar en casa en la propia vida de Dios, en la vida familiar de la Trinidad. Jesús va al Padre para llevarnos con él.
Las otras lecturas de hoy parecen no estar relacionadas con el Evangelio, pero tienen un sutil vínculo con él. Cada una, a su manera, aborda la vida sacerdotal de la Iglesia. En la primera lectura, los Apóstoles instituyen el diaconado para el trabajo de servicio, de modo que ellos mismos puedan centrarse en las tareas más directamente sacerdotales de la oración y la predicación. El salmo nos anima a alabar a Dios con alegría y cantos. En la segunda lectura, San Pedro dice a los primeros cristianos que forman “un sacerdocio real”. Cada texto nos habla del “alma sacerdotal” que todo cristiano ha recibido en el Bautismo. Debemos vivir una existencia sacerdotal convirtiendo todo lo que hacemos en un acto de adoración y sacrificio a Dios. Pero esta existencia sacerdotal, como vemos en Jesús, se “activa” tanto más cuanto más se toma conciencia de la propia filiación divina. En cualquier relación, cuanto más se ama, más se está dispuesto a ofrecerse al otro, y no hay amor más grande que el amor paterno-filial entre Dios Padre y Jesús, su Hijo. Cuanto más amemos a Dios como Padre y anhelemos llevar a todos al cielo, más dispuestos estaremos a hacernos sacerdotes de nuestro propio sacrificio a Él.