Cuentos con moraleja: “Mi amiga doña Cortesía”
Hace tan solo unos días, dos compañeros míos sacerdotes me contaban sendas experiencias totalmente opuestas en el trato recibido por empleados públicos aquí en España. El primero de ellos me decía:
- Hoy me ha salido todo mal. He ido a tal oficina a presentar una documentación y la persona que siempre se ocupaba de ello había sido trasladada, por lo que me atendió otra persona. Le presenté los mismos documentos que en otras ocasiones les he llevado y me dijo que me faltaban tales y tales certificados… Así que entre el viaje y las colas no pude hacer nada en todo el día.
El día siguiente, el otro compañero me decía:
- ¡Qué suerte he tenido hoy! Tenía que hacer unos papeles en tal oficina, he dado con un empleado que era buena persona y he conseguido hacerlo todo en un santiamén.
Son dos casos muy parecidos, pero con resultados totalmente opuestos. Me imagino que a ustedes les habrán ocurrido situaciones similares cientos de veces a lo largo de sus vidas.
Permítanme que les relate lo que le ocurrió al conserje de un hotel en Filadelfia (Estados Unidos); y cómo su vida cambió totalmente por su buena actitud cuando acudieron a él unas personas que están en dificultades. La historia comienza así:
Una noche de tormenta, hace ya bastantes años, un matrimonio mayor entró en la recepción de un pequeño hotel en Filadelfia. Se aproximaron al mostrador y preguntaron:
- ¿Puede darnos una habitación?
El conserje, un hombre atento y de movimientos rápidos, les dijo:
-Lo siento de verdad, pero hoy se celebran tres convenciones simultáneas en la ciudad. Todas nuestras habitaciones y las de los demás hoteles cercanos están ocupadas.
El matrimonio manifestó discretamente su agobio, pues era difícil que, a esa hora y con ese tiempo tan horroroso, pudieran encontrar dónde pasar la noche.
El empleado entonces les dijo:
- Miren…, no puedo dejarles marchar sin más con este aguacero. Si ustedes aceptan la incomodidad, puedo ofrecerles mi propia habitación. Yo me arreglaré con el sillón de la oficina, pues tengo que estar toda la noche aquí pendiente.
El matrimonio rechazó el ofrecimiento, pues les parecía abusar de la cortesía de aquel hombre, pero el empleado insistió con cordialidad. Finalmente, ocuparon su habitación.
A la mañana siguiente, al pagar la estancia, aquel hombre dijo al conserje:
- Usted es el tipo de gerente que yo tendría en mi propio hotel. Quizás algún día construya uno para devolverle el favor que hoy nos ha hecho.
Él tomó la frase como un cumplido y se despidieron amistosamente.
Pasados dos años, recibió una carta de aquel hombre, en la que le recordaba la anécdota ocurrida en aquella noche de lluvia y le enviaba un billete de ida y vuelta a Nueva York, con la petición expresa de que por favor acudiese a su encuentro.
Con cierta curiosidad, aceptó el ofrecimiento. Viajó a Nueva York y se encontró con este hombre en el lugar donde habían quedado. Después de un breve recorrido, el hombre mayor le llevó hasta la esquina de la 5ª Avenida y la calle 34, señaló un imponente edificio con fachada de piedra rojiza y le dijo:
- Este es el hotel que estoy construyendo para usted.
El conserje le miró con asombro:
– Es una broma, ¿verdad?
– Puedo asegurarle que no. – le contestó.
Así fue como William Waldorf Astor construyó el Waldorf Astoria original y contrató a su primer gerente, de nombre George C. Boldt. Es evidente que Boldt no podía imaginar que su vida iba a cambiar radicalmente por haber tenido el detalle de atender cortésmente al viejo Waldorf Astor en aquella noche tormentosa en Filadelfia.
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¡Cuántas veces, debido a nuestro trabajo u ocupación, alguna persona viene solicitando nuestra ayuda, pero para nosotros es una molestia atenderle! ¡Cuántas veces somos nosotros los que necesitamos ayuda, pero delante nuestro hay una persona que no está dispuesta a cambiar sus planes, molestarse un poco o sencillamente hacer un esfuerzo extra!
Hay días que, cuando acudimos a una oficina pública y necesitamos la ayuda de un dependiente, la primera respuesta es:
- Le falta a usted tal documento.
Y nosotros volvemos a casa en búsqueda del documento que nos falta. Cuando volvemos a la misma oficina y preguntamos por la persona que nos atendió antes, se nos responde:
- Pepe no está. Está tomando un café, vendrá después de cinco minutos.
Después de estar casi una hora esperando, y viendo que Pepe no termina de llegar, volvemos a preguntarle al mismo señor de antes y nos responde:
- Lo siento, Pepe empezó a tramitarles el documento y tiene que ser él quien lo acabe. Espérese un poco o venga otro día.
¿No tenemos que hacer un acto de paciencia para no dejarnos llevar por los nervios?
Imaginémonos sólo por un segundo que esta última persona, cuando fuéramos preguntando por Pepe, nos dijera:
- No se preocupe. Lo suyo es muy sencillo. Deme los papeles y se lo hago en un segundo. Por cierto, el documento extra que ha traído no hacía falta; se lo podía haber ahorrado.
¿Cuál sería nuestra reacción contra Pepe? ¡Cuán grande sería nuestro agradecimiento para con esta segunda persona!
Pues bien, casi todos los días nos encontraremos con situaciones parecidas. Unas veces, seremos nosotros los afectados; en otras, serán los demás quienes tengan que sufrir o alegrarse de nuestro proceder.
Normalmente no se precisa de mucho esfuerzo para ayudar a alguien en apuros, pero ¡qué grande es la diferencia si lo intentamos! Y no sólo para quien recibe la ayuda, también para aquél que hizo el esfuerzo extra.
Puede incluso que la persona a quien ayudemos no tenga ni el detalle de agradecérnoslo, pero incluso en esos casos no tenemos justificación para el enfado o el desánimo. Recordemos las palabras del Señor:
“Cuando des limosna, no sepa tu izquierda lo que hace la derecha, para que tu limosna sea oculta, y el Padre, que ve en lo oculto, te premiará” (Mt 6: 3-4).
La cortesía es la hermana menor de la caridad. Si se espera una conducta cortés de cualquier persona, ¡cuánto más de un cristiano! Y si ese cristiano es encima sacerdote, ya no sólo se espera cortesía sino auténtica caridad. ¡Qué mal ejemplo damos a veces los sacerdotes cuando nos dejamos llevar por los nervios o Dios sabe por qué! No sólo no mostramos caridad, con frecuencia nos falta hata el más mínimo detalle de cortesía humana.
¡Qué diferencia tan grande cuando doña Cortesía es nuestra amiga! Recordemos siempre: con muy poco esfuerzo podemos hacer un gran bien. ¡Que ella siempre nos acompañe!