Cuentos con moraleja: “Todos somos necesarios”
Hace ya algo más de cuarenta años, en una Iglesia de Saltzburgo (Austria), el párroco organizó con motivo de la Navidad un concierto de órgano con piezas clásicas y navideñas. Encargó a un organista austriaco de fama internacional y amigo suyo de la infancia que organizara el concierto. Ese año la parroquia cumplía 150 años desde su consagración, por lo que el párroco quería resaltar el acontecimiento de un modo especial.
Las semanas pasaron rápidamente y antes de que se dieran cuenta había llegado el día de la celebración del concierto.
Con más de media hora de anticipación, los asistentes comenzaron a llenar los bancos de la Iglesia. El respeto, la buena educación y el silencio de los presentes ayudaron a que las personas no olvidaran que se encontraban en un lugar sagrado. Algunos, los más devotos, aprovecharon esos minutos previos al concierto rezando algunas oraciones.
Toda la Iglesia estaba bellamente ornamentada. Había un bellísimo Nacimiento del siglo XVII donado por una familia española inmigrante. El altar mayor estaba decorado con árboles de navidad y bellísimas poinsettias.
Sonaron los primeros acordes y todo el auditorio se quedó en el más profundo silencio. La sonoridad majestuosa del órgano, el buen hacer del organista y las piezas elegidas hicieron que los asistentes se fueran emocionando y entusiasmando ante la belleza casi sobrenatural de las obras que escuchaban.
En el intermedio del concierto, un anciano caballero cuya tarea consistía en mover los fuelles del órgano dijo muy satisfecho al músico:
—¡Vaya concierto más soberbio el que estamos dando esta noche!
El célebre organista quedó un tanto asombrado y molesto.
—¿Cómo dice usted, estamos dando, amigo? ¿No soy yo el que está dando el concierto?
—¡Usted perdone Maestro! Respondió el anciano, reconociendo haber metido la pata.
Pasaron unos minutos y el organista, después de cambiar de partitura y estirar sus dedos, se sentó de nuevo en el taburete para proseguir el concierto.
Cuando el auditorio se hubo acomodado y dejó de oírse el más mínimo ruido, el maestro aplicó sus manos al teclado para comenzar la segunda parte. Apretó las primeras teclas, pero no salió ningún sonido. Se levantó un tanto extrañado y, casi enfadado, corrió a la parte trasera del órgano y comprobó que el viejo que movía los fuelles seguía tan tranquilo con su pipa en la boca sin mover un dedo.
El músico captó el mensaje que le dio el viejo y cambiando repentinamente su faz le dijo:
—Tenía usted razón: estamos dando un gran concierto.
El Maestro volvió al órgano y, cuando puso sus manos sobre las teclas, ¡esta vez sí que cobraron vida!
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¡Cuántas veces nuestros éxitos se nos suben a la cabeza y al final acabamos pensando que no necesitamos a nadie! Esta vida es un entramado en el que todos somos necesarios. Lo importante es que cada uno cumpla la función para la cual Dios lo puso en el mundo. Tan necesario es un médico como una persona que recoge la basura.
La Escritura lo dice con palabras mucho más acertadas:
“Los miembros son muchos, pero uno solo el cuerpo. Y no puede el ojo decir a la mano: No tengo necesidad de ti. Ni tampoco la cabeza a los pies: No necesito de vosotros. Aún hay más: Los miembros del cuerpo que parecen más débiles son los más necesarios; y a los que parecen más viles, los rodeamos de mayor honor” (1 Cor 12: 20-23).