El mensaje del Adviento, que comienza hoy y nos adentra en un nuevo año litúrgico, es que Dios está listo y dispuesto a salvarnos, pero tenemos que estar alerta para recibir esa salvación. Es como una barca que hay que estar preparado para coger: los que estén atentos y salten a ella cuando llegue se pondrán a salvo. Los que estén distraídos la perderán y perecerán.

La primera lectura nos ofrece algunas de las palabras más hermosas del Antiguo Testamento, que expresan el anhelo de la humanidad por Dios. “Ojalá rasgases el cielo y descendieses”, reza Isaías. Desde el pecado de Adán y Eva, la humanidad gime bajo el peso de su iniquidad, pero también gime por la salvación, incluso sin ser consciente de ello.

Era como si estuviéramos programados para la salvación y las muchas formas de culto religioso sincero (“sincero” porque algunas formas no eran más que corrupciones de la religión que llevaban a la corrupción de sus practicantes), incluso las formas erróneas, expresaban un deseo incipiente de salvación.

Pero con el Dios de Israel ya no era la humanidad la que buscaba a Dios, sino que era Dios el que buscaba a la humanidad. Ahora por fin había un dios -el Dios- que hablaba a la humanidad, nos decía lo que teníamos que hacer y era siempre coherente en sus mandatos: exigente, sí, pero coherente.

En la antigüedad, los hombres sólo contaban con sus confusas conciencias para guiarse, pero el Dios de Israel hablaba con claridad: “He aquí que tú estabas airado y nosotros hemos pecado”. Dios castigaba el pecado, pero ese mismo castigo era misericordia porque también mostraba claramente el camino hacia la justicia, aunque todavía no estuviera claro qué traería la salvación.

Pero por Jesucristo nos ha llegado la salvación, en persona, en Él. Y para recibirla hay que mantenerse despierto y alerta. “Estad atentos, vigilad: pues no sabéis cuándo es el momento”. Jesús utiliza la parábola de un hombre que se ha ido de viaje: los criados nunca saben cuándo volverá, pero incluso “no sea que venga inesperadamente y os encuentre dormidos”.

¿No es esto excesivo? ¿Quiere Dios mantenernos en un estado de tensión, como si tuviéramos que pasarnos la vida tomando bebidas energéticas con cafeína? No. La clave para entender las palabras de Cristo es apreciar que la lógica del cristianismo es el amor. Se nos invita a participar del amor divino, a recibirlo y a responder a él. Y el amor siempre está alerta. La religión antigua pretendía aplacar a la divinidad: se ofrecían sacrificios para intentar obtener favores (buenas cosechas, evitar catástrofes naturales, etc.).

La religión podía reducirse a ritos periódicos. Pero la verdadera religión busca la unión de amor entre el hombre y Dios. El amor está despierto, teme enfriarse, pretende permanecer encendido. Este es el fuego que tratamos de encender en este Adviento, mientras esperamos que el Dios que verdaderamente ha rasgado los cielos descienda hasta nosotros como un niño pequeño.