En el rosal de un jardín de una casa solariega de Carmona, un día de principios de verano, se abrió una bellísima rosa que el jardinero contemplaba feliz y orgulloso. Era la rosa blanca más hermosa que jamás había visto. Esa misma tarde, cuando el dueño de casa vino a pasar la tarde con su familia procedente de Sevilla, contempló la rosa, llamó al jardinero y le dijo:

¡Córtala!

El jardinero quería dejarla en el rosal, pero el dueño insistió. Pocos minutos después, la pobre sintió la fría sensación del acero que cortaba su débil tallo.

¿Qué será de mí? – pensó la rosa.

Una hora después nuestra bella rosa estaba ya, junto con otras flores del jardín, en una floristería donde dos hombres hablaban de dinero y negocios. La dependienta, cuando vio la rosa blanca, lanzó un grito de admiración:

¡Es la rosa más bonita que he visto en mi vida!

Y la rosa vio cómo era adornada con una cinta de seda y colocada en el escaparate de la floristería en un precioso y fino jarrón de cristal transparente. Durante varias horas vio pasar a muchas personas por delante de ella. Estaba aturdida, pues la gente no hacía más que lanzarle piropos.

A media tarde, entró en la floristería una señora vestida de luto. Paseó la mirada por la tienda y, dirigiéndose al dueño, le dijo:

Por favor, deme la mejor rosa que tenga.

Las había de muchos colores, pero el dueño le señaló precisamente la que estaba en el escaparate.

¿Es la más bonita? – preguntó la dama.

–  – le contestó el dueño.

¿Cuánto cuesta?

Por ser para usted…

Y la rosa se preguntaba:

¿A dónde me llevará la señora? ¿A su casa? ¿A la habitación de un enfermo? ¿Tal vez a la tumba de un recién fallecido?

Mas la dama entró en una iglesia iluminada de luz y repleta de fieles. Divisó a un anciano sacerdote y le tendió la rosa. El sacerdote sonrió mientras decía:

¡Bonita rosa! Es digna de Él.

La rosa se llenó de misterio al no entender quién era “Él”. Se encaminó el sacerdote al presbiterio. Subió las gradas del presbiterio y junto a la custodia donde estaba “Él” colocó la rosa.

Esa noche hubo una gran ceremonia litúrgica con mucho incienso. La rosa entonces comprendió que estaba como una víctima santa y bella a los pies del Maestro…, del Creador que modeló las flores, encendió las estrellas y creó las almas.

Pasaron seis días y la rosa sintió que una languidez mortal la invadía hasta el fondo de su ser. Era la rosa más bella, pero también tenía el más bello destino. ¿Qué otro final podría haber soñado para sí misma?

Y entregando su amor y su vida fue deshojando lentamente sus pétalos, uno a uno, a los pies del Supremo Dueño, su Creador, su Señor.

La vida de todos y cada uno de nosotros en un regalo de Dios. La podemos usar de muchos modos, algunos agradables a Él, otros no tanto. De todos los modos posibles, el más bello es cuando dejándolo todo nos dedicamos a estar siempre en su presencia. Con el paso de los años nos iremos consumiendo y deshojando, hasta el momento en el que Él nos llame para permanecer siempre unidos.