Comentario al IV Domingo de Cuaresma
A los humanos se nos da muy bien culpar a los demás. Podemos ir por la vida pensando que siempre es culpa de otro, de Dios también. Él no está ahí cuando lo necesitamos. No responde a nuestras oraciones. Muchas veces no le somos fieles y nos pasan cosas malas, y le echamos la culpa de ellas, olvidando que las malas acciones tienen necesariamente malas consecuencias. Pecamos y esperamos que Dios nos deje impunes.
La primera lectura de hoy nos ofrece un buen resumen de la historia del antiguo Israel. Vemos su constante infidelidad. Dios seguía enviando profetas para llamarles al arrepentimiento y ellos seguían ignorándoles. Al final, la paciencia de Dios se agotó. Pero podríamos pensar que, si Dios es tan amoroso como nos dicen que es, su paciencia no debería agotarse nunca. La paciencia de Dios es realmente infinita y la ejerce incluso permitiéndonos sufrir. No es que Dios castigue cuando pierde la paciencia. Ejerce la paciencia incluso en el castigo, lo que también forma parte de su misericordia.
Dios permitió la destrucción del templo de Israel y la deportación de muchos, y fue un momento terrible en la historia de Israel. El sufrimiento de su pueblo en el exilio se expresa en el salmo de hoy. Pero Dios también se aseguró de que un remanente sobreviviera y, como explica la primera lectura, también inspiró a un gobernante posterior, el rey persa Ciro, para que permitiera a los exiliados judíos regresar y reconstruir el templo. Israel merecía la destrucción total por su constante infidelidad. Simplemente recibió unos duros golpes. Dios les dio otra oportunidad.
El Evangelio termina con una llamada a que seamos sinceros, al menos con nosotros mismos. No podemos esperar un Dios que siempre nos da cosas buenas mientras nosotros nos limitamos a ignorarle, pecando de todas las maneras posibles sin ni siquiera molestarnos en pedir perdón. Eso es lo que quiere decir el Evangelio cuando afirma que “la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas”. La gente no quiere aceptar su culpa porque eso podría requerir un cambio de vida. Prefieren vivir en la oscuridad. “Pues todo el que obra el mal detesta la luz, y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras”. Seamos sinceros con nosotros mismos y con Dios y así “acerquémonos a la luz”. Culpémonos a nosotros mismos y no a Dios. Culpando a Dios eludimos nuestra responsabilidad y vivimos una mentira. Culpándonos a nosotros mismos y pidiendo perdón a Dios -sobre todo a través del sacramento de la Confesión- nos abrimos a su misericordia, sin darla nunca por supuesta.