Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo”. Este es el hermoso mensaje del Evangelio de la Misa de hoy, día llamado también Domingo de la Divina Misericordia. El envío de los apóstoles, la predicación de la Iglesia, y el envío de Cristo también a nosotros, forman parte del plan misericordioso de Dios para que su mensaje salvífico llegue a todos los pueblos y a todos los tiempos.

Jesucristo nos envía a ti y a mí a proclamar su buena nueva de salvación en nuestro lugar concreto: nuestro pueblo, nuestra ciudad. Alguien nos trajo la buena nueva a nosotros; ahora se nos encarga que la llevemos a los demás. No se basa en nuestras capacidades o en nuestro poder, sino en el poder del Espíritu Santo. Y así leemos: “Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: ‘Recibid el Espíritu Santo’”. Es el don del Espíritu, y no nuestros propios dones, lo que nos permite evangelizar. Y una parte importante de esta buena nueva es el perdón de los pecados: “A quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos”.

Un aspecto clave de la misericordia es el perdón de los pecados, que nos llega principalmente en el sacramento de la Confesión. Somos instrumentos de misericordia cuando llevamos a las personas a confesarse. Pero también podemos serlo de otras maneras: por ejemplo, cuando reconciliamos a las personas. Una vez oí hablar de una señora moribunda que le dijo a una conocida suya, una mujer que había tenido una amarga disputa con otra mujer: “¿No es hora de que te reconcilies con ella?”. Utilizó su último aliento para intentar reconciliar a los demás. Cuánto necesitamos rezar para que haya más perdón en el mundo. Todas las guerras de las que somos testigos estos días son precisamente expresiones de una falta de perdón y solo hacen que el perdón sea más difícil.

Pero hemos recibido el soplo del Espíritu, que es más poderoso que el aliento viciado de Satanás. Tenemos el poder de ser misericordiosos y pacificadores como Cristo nos llama a ser (Mt 5, 7.9). Podríamos traer la paz de Cristo si tan solo tuviéramos fe. El evangelio de hoy también nos muestra la falta de fe de Tomás. Este necesitaba curación. A veces no conseguimos compartir la misericordia de Dios con los demás porque nosotros mismos no creemos lo suficiente en ella. En la práctica, consideramos a Cristo más muerto que vivo. Entonces necesitamos tocar a Jesús, entrar en contacto con él, en la Escritura, en la Eucaristía, en los pobres, para que transforme nuestra falta de fe en profunda creencia. “No seáis incrédulos, sino creyentes”, nos dice Jesús. Y nosotros podemos responder con Tomás: “¡Señor mío y Dios mío!”.