Es la tarde del día de la resurrección. Los discípulos de Emaús tienen el corazón ardiente. La noticia de la resurrección es tan extraordinaria que se apresuran a compartirla con los Once apóstoles. Estos se adelantan diciéndoles que Jesús ya se había aparecido a Simón Pedro.

Durante este intercambio de experiencias inéditas, el Señor Jesús se hace presente en medio de ellos. Les invita a fortalecer su fe, todavía vacilante. Les dice que miren sus manos y sus pies, que lo toquen: ¡es realmente Él! Estaban alegres, pero asombrados; les costaba creer que Jesús estuviera realmente allí. Se necesita fe para reconocerlo en su cuerpo glorioso. Así que Jesús come un poco de pescado asado ante ellos. Al informarnos de esto, san Lucas insiste en la realidad de la aparición del Señor, que tiene carne y huesos (cf. v. 39).

Jesús muestra sus pies y sus manos llagadas a los Once: efectivamente, es Él, Jesucristo, “uno y el mismo”, como dirá la Tradición de la Iglesia, quien fue crucificado, muerto y enterrado, y que ahora está ahí, ante ellos, vivo y sano. Ha resucitado de verdad. Su cuerpo que permaneció unido a la divinidad después de la resurrección, pero que estaba muerto, separado de su alma humana, este cuerpo ha resucitado. Este gran misterio es el fundamento de nuestra fe.

El Señor invita entonces a sus discípulos a creer y les explica que es de Él de quien habla la Escritura. “Es necesario que se cumpla todo lo que está escrito” (v.44): las cosas fueron escritas porque se iban a cumplir. Entendemos que la Ley de Moisés, los Profetas y los Salmos –parte de los llamados “Escritos” de la Biblia hebrea – constituyen la preparación al Evangelio: ya daban testimonio del misterio de Cristo. ¡Ojalá tengamos nosotros pasión por la Sagrada Escritura, Antiguo y Nuevo Testamentos, que es pasión por Jesucristo! Leamos y estudiemos con pasión la Sagrada Escritura, para crecer en amor y conocimiento del Verbo encarnado y, en Él, entrar en la corriente trinitaria de Amor.

Desde entonces a los discípulos les tocará ser testigos de Cristo, predicar la conversión para el perdón de los pecados a los judíos y a todas las naciones. Para ello, Cristo les promete la asistencia del Espíritu Santo (v. 49). La primera lectura muestra a Pedro cumpliendo, ante los judíos, la misión recibida de Jesús (cf. Hch 3,13-19). En la segunda lectura, san Juan nos invita a guardar la Palabra del Señor, a observar los mandamientos y a vivir así del amor de Dios (1 Jn 2,5): sin duda, habrá visto cómo la Virgen Santísima lo hacía.

La alegría presente esa noche (v. 41) acompaña toda la vida del cristiano, como una misteriosa presencia del Espíritu Santo. Es una alegría que estamos llamados a transmitir. Cristo sólo piensa en hacer de nosotros hijos e hijas del Padre eterno, pues está lleno del Espíritu: “Esta alegría, en el olvido de sí mismo, es la mejor prueba de amor”.

Lo que pedimos al Señor con el Salmo de la liturgia de la palabra de hoy se cumple con la resurrección: “Alza sobre nosotros, Señor, la luz de tu rostro” (Sal 4,9).