Comentario al II Domingo del Tiempo Ordinario
El Evangelio de este segundo domingo del Tiempo ordinario relata la llamada de los primeros discípulos del Señor. Juan el Bautista invitaba al arrepentimiento, despertaba una buena disposición interior, animaba a la práctica de la virtud, anunciaba la cercanía del Reino de Dios. El misterio de Cristo ya le había sido revelado cuando designó a Jesús como al “Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1,29). Sus discípulos habrán recordado que la sangre del cordero pascual salvó a los israelitas de la muerte en Egipto. El sacrificio de Cristo estaba ya anunciado por Isaías al comparar los sufrimientos del Siervo doliente con el sacrificio de un cordero (cf. Is 53,7).
Al escuchar al Bautista designar a Cristo como “el cordero de Dios”, Andrés, y otro identificado como Juan, siguen a Jesucristo. El Maestro quizá se da la vuelta para preguntarles: “¿Qué buscáis?”. Ellos contestan con otra pregunta: “¿dónde vives?”. Curiosamente, Jesús les invita entonces a ir con él: “Venid y veréis”. Y lo hicieron.
“Era más o menos la hora décima.” La mención de la hora, las cuatro de la tarde, recuerda quizá el entusiasmo que envolvió las primeras amistades del Señor. La atracción de Cristo debió de ser tan fuerte como respetuosa de la libertad. Juan y Andrés estaban bien preparados por el Bautista: no dudaron en abandonar al último de los profetas, la “voz”, para escuchar al “Verbo” mismo.
La Liturgia de la Palabra propone la elección de Samuel como primera lectura: centra así nuestra atención en que Dios es quien llama primero; se dirige tres veces a Samuel, un signo de plenitud (cf. Sam 3,3-10). A su vez, la llamada a Juan y Andrés abrazará toda su vida. Nada saben de lo que les espera, pero no dudan: Jesús ha tocado sus corazones. Ejercen una verdadera libertad: la de decidir, sin “razones” quizá, pero con razón.
De modo paradójico, san Josemaría expresaba esa entrega que Dios espera: “Libremente, porque te dio la gana –que es la razón más sobrenatural–, respondiste que sí a Dios”. El “yo” profundo toma la justa decisión: el don de sí. Porque se trata de un don libre y responsable, no se vive como un sacrificio. Así ocurrió en la vocación de san José, tal como la percibe el papa Francisco: “La felicidad de José no está en la lógica del auto-sacrificio, sino en el don de sí mismo. Nunca se percibe en este hombre la frustración, sino sólo la confianza”. Quien se da por amor no tiene mentalidad de víctima: es alegre. Esa alegría, Andrés no se la guarda para sí mismo: busca a su hermano Simón y lo lleva a Jesús.
En el primer capítulo del Evangelio de san Juan, las sucesivas llamadas de Jesús a seguirlo van acompañadas de su progresiva revelación: el “Cordero de Dios” es el Hijo de Dios. Ser el Hijo significa para Jesús convertirse en el cordero que da su vida por nuestra salvación. Y es así como, en la Misa, antes de la comunión, el celebrante presenta a Jesucristo, sustancialmente presente en la hostia santa: “Este es el cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Dichosos los invitados a la cena del Señor”. Son las bodas del Cordero con la humanidad, la plena instauración del Reino anunciado por el Bautista (cf. Ap 19,9).
La celebración de la Eucaristía hace presente ese misterio. Hoy, la oración sobre las ofrendas, dirigida a Dios Padre, lo proclama: “cada vez que celebramos este memorial del sacrificio de Cristo se realiza la obra de nuestra redención”. Darse y convertirse en hijos de Dios: a eso estamos llamados, por obra del Espíritu Santo. Somos templos del Espíritu, dice san Pablo en la segunda lectura de hoy: ya no nos pertenecemos (cf. 1 Co 6,19). Dios vive en nosotros y nosotros en Él.