Comentario al Domingo XXV del Tiempo Ordinario
Después de la confesión de San Pedro, declarando que Jesús era el Mesías esperado por Israel, el Señor sigue instruyendo a los Apóstoles en lo que va a suceder. Andaban por las montañas -y no por las ciudades- porque hablaba para ellos solos, no para la muchedumbre.
Les insistía en lo que ya referíamos en el comentario anterior: “El Hijo del Hombre va a ser entregado a manos de los hombres, y lo matarán; y, después de muerto, a los tres días resucitará”. Era un mensaje de esperanza, «pero ellos no entendían esas cosas». Tampoco nosotros entendemos a Dios, cuando aparece el dolor o el mal en nuestras vidas. Nos parece que Dios no nos escucha o no se compadece de nuestra situación. Y olvidamos de que a Dios no se trata de entenderle, sino de confiar en Él. Esto es la fe: confiar en Dios, más allá de planteamientos humanos.
Y, ¿por qué no le entendemos? Porque nos sucede como a los Apóstoles: por el camino habían discutido “quién era el más importante” entre ellos. Mientras Jesús les hablaba de padecer y de entregar la vida, ellos pensaban solo en compararse, dejándose llevar por su orgullo.
Para demostrarles con más claridad su mensaje, el Señor toma a un niño, lo pone en medio, lo abraza y les dice: “Quien quiera ser el primero, que sea el último y el servidor de todos”.
Hasta que no nos percatemos de la radicalidad de estas enseñanzas de Cristo e intentemos ponerlas en práctica, no entraremos en el Reino de los Cielos. Por eso el apóstol Santiago escribe: “Donde hay envidias y rivalidades, hay desorden y toda clase de males”. Quizá Santiago tampoco entendía lo que decía el Señor, como los demás. Pero cuando, años más tarde, escribe su Epístola, insiste con claridad en las mismas enseñanzas de Jesús.
Y así es siempre: las comparaciones conducen a la envidia, la envidia alienta el orgullo, éste y el egoísmo provocan la ira, que se manifiesta en riñas y peleas: a veces con violencia física y otras veces solo por dentro. En cualquier caso encierran una notable falta de caridad, que es el núcleo del mensaje de Cristo.
Si hiciéramos caso a Jesús y, cada uno, procurase ser el último y el servidor de todos, la vida sería maravillosa. Las familias, las relaciones humanas, la sociedad -local y global-, las mismas fricciones humanas -inevitables a veces- serían un remanso de paz, donde estas fricciones se resolverían con paciencia y comprensión, buscando el bien de todos.
Las bienaventuranzas enunciadas por Jesucristo se apoyan en este modo de comportarse. Puede parecer difícil, pero no es imposible. Para esto nos ha creado Dios: para ser, así, felices en esta tierra y luego eternamente en el cielo.