Comentario al XVI Domingo del Tiempo Ordinario
Jesús agradece la hospitalidad de Marta, que le acoge en su casa y que hace todo lo posible para que él, con sus discípulos, pueda descansar y recuperar fuerzas. Jesús conoce bien a Marta y a María. Las dos hermanas tienen una relación sencilla y directa con él, que nos gustaría imitar. Se nota que tienen un carácter diferente: Marta es operativa y extrovertida, María tranquila y reflexiva.
En su trabajo, a Marta le ocurre algo que le puede pasar a cualquiera. Si nos presionan las urgencias, los plazos, el miedo a no estar a la altura de las circunstancias, el deseo de no desfigurar, el no saber poner en orden de prioridad dos peticiones simultáneas, podemos perder paciencia y al mismo tiempo perder la perspectiva correcta de las cosas y el sentido por el que las hacemos.
Así que nos ponemos en el centro de la escena y empezamos a protestar, aunque sea solo interiormente, ante las personas de las que esperamos una ayuda que no llega. Todo lo arrastra la impaciencia: los hermanos, las hermanas, incluso Dios que nos ha puesto en esa situación y no responde a la oración como querríamos, según nuestro mandato.
Si además nos pasa, como a Marta, que al echar una mirada a la persona que debería entendernos y ayudarnos descubrimos que está disfrutando de la vida, haciendo lo que a nosotros nos gustaría hacer, pero no podemos, nos gana el victimismo, exacerbado por una envidia oculta. A Marta también le hubiera gustado sentarse a escuchar a Jesús, pero piensa que no puede: hay demasiadas cosas que hacer.
Jesús repite su nombre dos veces: “Marta, Marta”, como hace, también en el Evangelio de Lucas, con Simón cuando le dice que rezó por él antes de anunciarle su negación y con Jerusalén cuando revela a la ciudad querida que le hubiera gustado reunir a sus hijos como una gallina a sus polluelos. Es una forma de decirle con ternura que la quiere tal y como es.
Ama su carácter impetuoso, como ama el carácter manso de María.
Ama su trabajo de servicio, pero precisamente por eso desea para ella una felicidad mayor y más duradera y entonces le da el remedio: tiene que hablar con él, como hace María, escucharle, no perderle de vista cuando trabaja para él, amarle como él desea ser amado.
Aprecia su comida, pero disfruta más de su serena compañía y de su amor liberado de su ego prepotente: tres veces ha hablado de sí en pocas palabras: “Mi hermana me ha dejado sola, dile que me ayude”.
La parte que eligió María puede traducirse mejor del griego como “la parte buena”, sin comparación. Es estar con Jesús, amándolo, antes del trabajo y durante el trabajo. Una parte que nunca se pierde y que es capaz de hacer buena cada acción, cada día, cada trabajo, cada servicio, cada apostolado, toda la vida.