Cuentos con moraleja: “Una vez fuimos agua cristalina”
Era una vez una gota de agua que sintió de pronto la llamada de ir al mar y hacia él se fue apresurada y transparentemente. Por el cauce del riachuelo corría, cantarinamente. Todo lo alegraba con su presencia: las riberas florecían a su paso, los bosques reverdecían, los pájaros cantaban. Y hacia el mar corría blanca y contenta.
Pero un día se cansó de caminar por el cauce estrecho del arroyo. Al saltar sobre la presa de un molino, divisó horizontes de tierra y en tierra quiso convertirse. Aprovechando el desagüe de una acequia, se salió de madre y se estacionó.
Inesperadamente se sintió prisionera de la tierra, convertida en charco sucio, maloliente, tibio: repugnantes animalillos crecieron en su seno y el sol dejó de reflejarse en ella.
Pasó una tarde un peregrino; se detuvo ante el charco y, sentencioso, exclamó:
—¡Pobre gotita de agua! ¡Ibas para mar y te quedaste en charco!
Le dio pena; se inclinó hacia ella, la tomó en el cuenco de su mano y volviéndola al riachuelo decía:
—¡Gotita, recobra tu vocación de mar!
Y la gota de agua volvió de nuevo a correr, cantarinamente, camino del mar.
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Cada uno de nosotros es una gota de agua que, estando previamente en el corazón de Dios, un día vino a este mundo. Al principio de nuestra existencia, después de una primera purificación (bautismo), éramos limpios y cristalinos. Los pocos años nos ayudaban a tomarnos la vida con confianza y alegría. Íbamos de un lugar a otro siendo la alegría de todos.
Los años fueron pasando y un día nos cansamos de caminar por el camino trazado por Dios y levantando los ojos al horizonte fuimos cautivados por una vida aparentemente alegre que se nos ofrecía fuera de nuestro cauce natural. Atraídos por esa nueva vida, olvidamos el Camino y nos fuimos por otros caminos que no eran el Suyo. Poco a poco nuestras aguas cristalinas se fueron manchando y llenando de lodo, tanto, que ni nosotros mismos éramos capaces de reconocernos.
Un buen día, alguien nos encontró llenos de barro y deprimidos y nos preguntó qué es lo que hacíamos fuera del arroyo. Nosotros, tristes y cansados, no sabíamos lo que nos pasaba. Pero quien nos encontró se ofreció para devolvernos a nuestro cauce.
De nuevo en nuestro arroyo, y una vez purificadas nuestras aguas (confesión); ya más tranquilos, ya más serenos, fueron pasando los años de nuestra vida.
Ahora, cuando nuestros cabellos ya están nevados, sólo nos queda seguir dulcemente el Camino, para cuando Él quiera lleguemos al ancho mar y allí descansar junto al Amado.
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Este cuento me trae a la memoria un poema que el P. Gálvez escribió hace años y que un día cayó en mis manos. Un poema que canta de un modo bellísimo cómo ha de ser la vida de un cristiano. Poema que bajo el título “El río” ahora les regalo:
Desde las altas cimas
de elevadas montañas y hondas simas
va el río descendiendo,
en rumorosos saltos repitiendo
la canción de sus aguas cristalinas
en paso más ligero entre colinas,
pues siente de la tierra la presura
de llegar con presteza a la llanura;
mas, viendo que a su canto
nadie responde, entristecido tanto,
en curso más sinuoso,
más cansado, más triste y perezoso,
el mar sigue buscando.
Y mientras va bajando,
para que el trigo en primavera espigue,
sus aguas va dejando,
y el río sigue y sigue
a ver si unirse con el mar consigue.