Comentario al XIX Domingo del Tiempo Ordinario
En este episodio brillan algunos hechos que llaman nuestra atención. En primer lugar, el breve apunte del evangelista sobre lo que hace Jesús después de despedir a la gente: “subió al monte a orar a solas”, hasta la noche (v. 23). Esta actitud del Hijo de Dios encarnado subraya de forma elocuente la importancia capital de la oración para nosotros, la necesidad que tenemos como criaturas de dedicar unos tiempos para dialogar exclusivamente con Dios.
“Jesús se retira con frecuencia a un lugar apartado, en la soledad, en la montaña, con preferencia durante la noche, para orar” −nos explica el Catecismo−. Así Jesús “lleva a los hombres en su oración, ya que también asume la humanidad en la Encarnación, y los ofrece al Padre, ofreciéndose a sí mismo” [1]. Es una fuente de confianza saber que Jesús se ha hecho hombre y ha orado por nosotros al Padre, para que nuestra oración sea grata a Dios y sea también escuchada como la de su Hijo, en especial en los momentos de oscuridad o dificultad.
Mientras Jesús ora al Padre, los discípulos navegan solos, de noche y con un fuerte viento en contra. Es tal su inquietud, que ni siquiera reconocen al Maestro cuando se les acerca para ayudarlos; en su ofuscación creen que es un fantasma y se asustan (v. 26). En cambio, Jesús les transmite la seguridad y la paz conquistadas en la oración: “Tened confianza, soy yo” (v. 27). Con su habitual ímpetu, Pedro pide a Jesús caminar sobre las aguas como Él y el Señor accede a su petición. Pero después de unos instantes, Pedro duda y se llena de miedo al comenzar a hundirse, aunque sea a la vista de su Maestro. Cuando Jesús acude en su ayuda y le reprocha su falta de fe, suben a la barca y el viento se calma. Entonces los discípulos, llenos de admiración, lo adoran.
Como es fácil de entrever, “este relato del Evangelio contiene un rico simbolismo –decía el Papa Francisco− y nos hace reflexionar sobre nuestra fe, ya sea como individuos o como comunidad eclesial. (…). La barca es la vida de cada uno de nosotros, pero es también la vida de la Iglesia; el viento contrario representa las dificultades y las pruebas. La invocación de Pedro: ‘¡Señor, manda que vaya hasta a ti!’ y su grito: ‘¡Señor, sálvame!’ se asemejan mucho a nuestro deseo de sentir la cercanía del Señor, pero también el miedo y la angustia que acompañan los momentos más duros de la vida” [2].
El pasaje contiene por tanto una gran lección sobre la fe cristiana, es decir, sobre la confianza en Jesús y en sus fuerzas y no tanto en las nuestras. Así como Jesús invita a los discípulos a la confianza en Él, también a nosotros nos pide no tener miedo y reconocer que el Maestro nunca dejará que la barca de los suyos naufrague, aunque a veces nos parezca demasiado fuerte el viento de la dificultad.
Para que nuestra fe no desfallezca, es una buena ayuda descubrir la cercanía real de Jesús en medio de la prueba y no confundirlo con un fantasma. Para ello, necesitamos cuidar nuestro diálogo con Dios en la oración, cada día, como hacía Jesús. Entonces seremos capaces de mantener siempre la presencia de Dios, incluso en medio de la prueba, de la oscuridad. Como recomienda san Josemaría, “si tienes presencia de Dios, por encima de la tempestad que ensordece, en tu mirada brillará siempre el sol; y, por debajo del oleaje tumultuoso y devastador, reinarán en tu alma la calma y la serenidad” [3].
[1] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2602.
[2] Papa Francisco, Ángelus, 13 de agosto de 2017.
[3] San Josemaría, Forja, n. 343.