Comentario al XXI Domingo del Tiempo Ordinario
La monarquía davídica -esto es, los reyes del linaje de David- organizaba su casa de una manera específica, y esto incluía un ministro principal que era el segundo del rey. En nombre del rey era “padre de los habitantes de Jerusalén y de la casa de Judá”. Como señal de esta autoridad recibía una llave o llaves, como el mayordomo principal en casa de un hombre rico podría poseer todas las llaves necesarias para abrir cada puerta de la casa. De hecho, la primera lectura continúa: “Abrirá y nadie cerrará; cerrará y nadie abrirá”.
La imagen, deliberadamente escogida por Jesús, nos ayuda a entender el evangelio de hoy, en el que Nuestro Señor entrega a Pedro “las llaves del reino de los cielos”. Jesús está haciendo a Pedro, y a los Papas tras él, su ministro principal en la tierra, padre del nuevo pueblo que está formando. Y para hacer esto aún más claro, Nuestro Señor continúa: “Lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos”. Del mismo modo que solo el ministro principal podía abrir o cerrar algunas puertas, el Papa recibe una autoridad que solo a él corresponde. Lo que el Papa “ata”, lo que define con autoridad o legisla de manera permanente para que todos lo sigan o crean, se ratifica en el cielo, pero solo porque el cielo ha inspirado esto en él: “Porque eso no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos”. Como enseña el catecismo de la Iglesia católica, el Papa ejerce esta infabilidad cuando “proclama por un acto definitivo la doctrina en cuestiones de fe y moral” (n.º 891), es decir, es una enseñanza destinada a durar, a ser sostenida para siempre, no solo una cuestión de una época. El Papa no es infalible cada vez que abre la boca. De hecho, ejerce su infabilidad muy raramente, aunque en la práctica, incluso en sus declaraciones ordinarias y cotidianas, podemos asumir que tiene mucha más guía del Espíritu Santo que nosotros.
Dios no tiene un consejero humano, ni siquiera angélico, como señala la segunda lectura: “¡Qué abismo de riqueza, de sabiduría y de conocimiento el de Dios! ¡Qué insondables sus decisiones y qué irrastreables sus caminos! En efecto, ¿quién conoció la mente del Señor? O ¿quién fue su consejero?”. Pero, aunque no podamos “descifrar” los caminos de Dios, Él puede revelarlos. Y lo hace para nuestra salvación. Y habiéndonos revelado sus verdades salvíficas, tiene sentido que haya encontrado la manera de que esas verdades se transmitan a lo largo del tiempo sin error. La afirmación católica de la infalibilidad papal no es arrogancia por parte de la Iglesia. Es más bien reconocer que, precisamente a causa de la debilidad humana (a menudo vista en los Papas), Dios ha intervenido para asegurarse de que esta debilidad no dañe o limite su verdad. La infalibilidad papal simplemente nos muestra que el poder de Dios es mayor que la debilidad humana.