Comentario al XXII Domingo del Tiempo Ordinario
Las grandes religiones del mundo han intentado abordar el problema del sufrimiento de diferentes maneras. El budismo propone una vía ascética para intentar liberarnos de todas las pasiones, aspirando a un desapego tan radical de ellas que podamos ser indiferentes incluso al sufrimiento. La cumbre del pensamiento judío e islámico es reconocer lo poco que sabemos y que el sufrimiento forma parte de un plan divino mayor que nunca podremos, y ni siquiera deberíamos intentar, comprender. Solo debemos aceptarlo. Vemos este enfoque en el libro de Job del Antiguo Testamento.
Pero el cristianismo, basado en la vida de Jesús y en la profecía de Isaías que anuncia un Mesías que salva al pueblo a través del sufrimiento (algo que el antiguo Israel nunca pudo aceptar), llegó a ver en el sufrimiento un camino hacia la salvación, la nuestra y la de los demás. En el evangelio de hoy, Jesús anuncia este camino a los apóstoles, pero Pedro, demasiado influido aún por su formación judía, se escandaliza ante esta posibilidad.
“Desde entonces comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, y que tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día. Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo: ‘¡Lejos de ti tal cosa, Señor! Eso no puede pasarte’”.
Pedro comete un error tan grande que Nuestro Señor tiene que reprenderle públicamente. “Dijo a Pedro: ‘¡Ponte detrás de mí, Satanás! Eres para mí piedra de tropiezo, porque tú piensas como los hombres, no como Dios’”. Al intentar apartar a Jesús de su Pasión, Pedro actuaba, aunque sin saberlo, como instrumento de Satanás, porque es a través del sufrimiento como Cristo nos salvaría. Es un misterio que nunca llegaremos a comprender del todo. Pero al menos podemos percibir que el mal causa necesariamente sufrimiento y que, aceptando su “aguijón” en unión amorosa con Dios, podemos convertir algo malo en algo bueno. El veneno del pecado trae sufrimiento, pero podemos aceptar este sufrimiento y vencerlo mediante el “antídoto” del amor. Así insiste Nuestro Señor: “Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga”. Debemos estar dispuestos a perder esta vida, explica, para ganar la otra. Con la misma visión, san Pablo nos exhorta a presentar “vuestros cuerpos como sacrificio vivo, santo, agradable a Dios; este es vuestro culto espiritual”. Aceptado con amor, el sufrimiento puede convertirse en una forma de culto, corporal al menos, aunque nuestra mente no esté suficientemente lúcida para rezar. El profeta Jeremías, en la primera lectura de hoy, aunque no capta plenamente el poder salvador del sufrimiento, lo vislumbra en su determinación de seguir proclamando la palabra de Dios, aunque sufra el ridículo por ello. Merece la pena hacerlo fielmente incluso cuando “la palabra del Señor me ha servido de oprobio y desprecio a diario”.