El capítulo 21 del evangelio de san Lucas, recoge unas palabras tremendas del Señor anunciando la destrucción del Templo de Jerusalén. Y, junto a ello, Jesús responde a las preguntas que le hacen sobre las señales de los últimos tiempos, avisando a los Apóstoles de los males que precederán a esos momentos. Aparte de los signos en la tierra y en los cielos, les advierte que serán perseguidos por culpa de su Nombre y acusados ante reyes y gobernadores. Pero no deben asustarse; al revés, será una ocasión excelente para dar testimonio del Evangelio. Además, el Espíritu de Dios les dará una sabiduría más poderosa que todos sus adversarios.

Las palabras de Cristo se pueden aplicar a cualquier siglo. De entonces a aquí, no han faltado guerras y desgracias, ni tampoco persecuciones a los cristianos. En estos comienzos del tercer milenio, parece que estas persecuciones van a más, al menos en algunos países. No debemos perder la confianza en Dios: “Ni un cabello de vuestra cabeza perecerá”. Lo cual no debe entenderse solo del perecer material, como se ve en el caso de los mártires, sino en un perecer para la vida eterna: para la salvación conseguida por Jesucristo para nosotros.

También es de destacar que la conversación se inicia contemplando el Templo de Jerusalén, una obra de arte engrandecida por Herodes hasta el nivel de las mejores obras del mundo. A pesar de ello, Jesús profetiza su ruina: ¿por qué? ¿Acaso tenía interés el Señor por su destrucción?

Evidentemente no. El Reino de los cielos, que Él venía a instaurar, es sobre todo espiritual; nada le molestaban las obras materiales como el Templo. Además, su ruina llegaría por intereses políticos, cosa en la que nunca se metió Jesús.

Jesucristo veía a los hombres y se interesaba por cada uno. Buscaba establecer un reino de justicia, de amor y de paz; y, precisamente por ello, se daba cuenta de tantos intereses mezquinos que dominan a los hombres y a los reinos de la tierra, también en Jerusalén.

Y auguró que, si no cambiaban sus modos de proceder, antes o después llegaría su ruina. ¿Qué lección útil podemos concluir de todo esto? Una primera conclusión es que nuestra personalidad cristiana no se apoya en razonamientos humanos: construcciones, argumentos, modas o planteamientos; esto serían consecuencias. Nuestra fe debe apoyarse en Jesucristo; su Vida, su Muerte y su Resurrección son el verdadero cimiento firme, que le impedirá que la fe se tambalee ante los “terremotos” de este mundo (persecuciones, contradicciones…).

La confianza en Dios pasa por encima de toda adversidad, haciéndonos caminar con alegría por las sendas del mundo, al margen de los comportamientos ajenos.