No me cansaré nunca de contar lo de aquel medio día, cuando, en el pozo de Jacob, encontré al sol de mi vida. Iba a coger agua a esa hora rara para no encontrarme con nadie: todas las mujeres del pueblo me miraban mal y no querían hablar conmigo. Entreví a lo lejos aquella figura de hombre y sentí un gran temor. No tenía ganas de un séptimo marido. O quizá sí, pero séptimo en el sentido de finalmente perfecto, un marido verdadero. No pensaba que pudiera existir.

No quería hablar con él, pero él me pidió ayuda. Me pidió de beber. Intuí que había algo más grande en esa petición. ¡No os podéis imaginar aquella voz! Me turbé de un modo para mí incomprensible. Traté de entender el motivo verdadero de aquella petición, para defenderme. No quería otros problemas. Me desconcertó de nuevo, porque leyó en mi corazón y respondió a mi pregunta oculta y verdadera. “Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice ‘dame de beber’, le pedirías tú y él te daría agua viva”. Habría querido preguntarle: ¿quién eres tú que me hablas así?, pero me salió una pregunta menos directa: “No tienes cubo… ¿Eres más que nuestro padre Jacob?. Objetaba para entender, para tratar de conocerlo. Entendí más adelante que ya con ese diálogo me donaba agua viva. “El que beba del agua que yo le daré nunca más tendrá sed: el agua que yo le daré se convertirá dentro de él en una fuente de agua…”. Aquel diálogo prometía cosas que nadie había prometido antes, y respondía a las aspiraciones más ocultas de mi corazón. Le respondí con entusiasmo: “Señor dame de esa agua: así no tendré más sed…”.

Muchas veces me he preguntado por qué me pidió que le llevara a mi marido, a pesar de saber que no lo tenía. Quizá quería decirme: esa agua te llegará también de un marido verdadero, que te sabrá amar como Dios te ama. De su respuesta entendí que era un profeta. Y me tenía que contener para no llorar por el consuelo, porque no me había condenado como mujer que va sola por agua, ni como samaritana, ni por la historia de los maridos. Entonces le pregunté por el templo donde se podía encontrar a Dios, si era sobre el Garizim o en Jerusalén. Pero él era el templo verdadero. Era él la verdad en la cual rezar. Estaba allí en el pozo, y vertió dentro de mí toda esa agua viva que no tenía necesidad de cubo, y así también yo me convertí en un templo donde rezar a Dios. Y esa agua me colmaba, y manaba de todo mi cuerpo, y sentía la necesidad de correr a dársela a los demás, que no se perdiera ni una gota, que todos acudieran a quien había leído toda la historia de mi vida y me la había explicado. Así, la aldea de los samaritanos herejes se convirtió en el primer pueblo cristiano, y yo, en el apóstol imprevisible de aquel milagro.