Juan cumple su misión de indicar que Hijo de Dios que ha venido. Lo hace diciendo esas palabras que escuchamos en cada misa: “¡He aquí el cordero de Dios!”. Es cordero como el cordero pascual cuya sangre derramada salvó a todos los primogénitos de Israel en Egipto. Entonces, toda familia debía tener un cordero, y espacir su sangre en los dinteles de la casa. Ahora, el cordero es único para todos. No es el cordero de la familia, sino el “Cordero de Dios”. Y sobrevino un cambio enorme. Un vuelco total. Cuando Israel temía por su suerte en manos de los Filisteos, imploraba a Samuel para que intercediera por ellos delante de Dios. Y Samuel tomó un cordero y lo ofreció en holocausto a Dios. Y el Señor lo escuchó (cf 1 Sam 7, 8-9). Samuel hacía lo que todas las religiones hacían: ofrecer a Dios animales y frutos de la tierra como víctimas propiciatorias por los pecados. Ahora, con Jesús, ha cambiado todo. El cordero no es ya del pueblo, del sacerdote, del que se ofrece. Es de Dios. Es más, es Dios mismo. Nunca se había escuchado una cosa semejante. Es algo infinitamente nuevo.

En arameo, la palabra cordero es la misma con la que se dice “siervo”. He aquí el Cordero de Dios: he aquí el siervo de Dios. Por tanto, los cantos del siervo del Señor, de Isaías, se aplican todos a Jesús. En él, salen de la oscuridad y encuentran toda su luz: “Y ahora dice el Señor, el que me formó desde el vientre como siervo suyo, para que le reuniera a Israel […]. Y ha dicho: “Es poco que seas mi siervo para restablecer las tribus de Jacob y traer de vuelta a los supervivientes de Israel. Te hago luz de las naciones, para que mi salvación alcance los confines de la tierra”. Un único cordero para salvar a toda la familia humana. “Que quita el pecado del mundo”, dice Juan: en presente y singular. Ahora quita esos pecados, no los pecados singulares por lo que es necesario multiplicar al infinito los sacrificios, no: quita el pecado que los reúne a todos. Lo hace para siempre, es su tarea. ¿Cómo hace para quitar el pecado? Como cordero inmolado. Como oveja muda. Quita el pecado con su sacrificio, pero no es un sacrificio como aquel de los corderos que morían, eran quemados y eso era todo. Jesús da su vida. Y su cuerpo y su sangre son donados para que tengamos la vida en abundancia. Es más, nos advierte: “Si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo le resucitaré en el último día” (Jn 6, 53-54). Ve a la humanidad perdida y abandonada, como ovejas sin pastor, y la va a buscar. Ve a todos los hombres como amigos dispersos, y da la vida por sus amigos. Víctima de amor. Al oír hablar así a Juan, dos de sus discípulos siguen a Jesús y le preguntan dónde vive. También nosotros queremos verlo: sólo tú tienes palabras de vida eterna.