El ángel, después de hablar, esperó. Tuve la percepción de un momento infinito de silencio en el mundo. Como si las estrellas se hubieran detenido a esperar, a mirar. Las cigarras callaron. Los pájaros del cielo se aquietaron en las ramas de los árboles. Me parecía que todas las generaciones del pasado y las del futuro estaban esperando. Escuché la oración de Adán y Eva, de Noé y de su esposa, de Melquisedec, de Abraham nuestro padre y de Sara. El sol se había detenido en el cielo. Pero la decisión de que se hiciera lo que Dios quería para mí ya estaba tomada. Mil veces se lo había repetido, desde niña, en mi oración de alabanza por haberme creado: siempre te decía mi deseo de servirle como él deseaba. Así que le dije al ángel que decía sí a Dios con la libertad que me había donado: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”.

Me pareció que Gabriel hacía una reverencia, que sonreía de felicidad con una sonrisa que no podía contener, con una alegría inefable. Y empezaron de nuevo a cantar las cigarras, y los pájaros a volar en el cielo. Mi corazón fue alcanzado por esa luz que envolvía la habitación. La luz y la sonrisa regalaron un amor y una paz a mi cuerpo y a mi alma que nunca había sentido. Gabriel me dejó. Alrededor de mí todo era como antes y todo era distinto. La tela, el balde, el agua, el piso. Mi madre me llamó. “¡María! ¿Has conseguido el agua? ¿Está todo bien? ¡No te oía cantar!” ¿Cuánto duró la visita del ángel? Un instante, una eternidad. Le diré a mamá que quiero ir a ver a Isabel. Seré capaz de comprenderla y de ayudarla. Ella será capaz de entenderme y tal vez de ayudarme. ¿Qué debería hacer ahora? Un paso detrás de otro.

Cuando contaba a los discípulos de mi Hijo mi respuesta al ángel Gabriel: “He aquí la esclava del Señor”, mi corazón me advertía de que esas palabras inspiradas por Dios y enteramente mías me guiaron a lo largo de toda mi vida. Las repetía dentro de mí cuando me daba cuenta de que había una nueva llamada del Señor y ante cada situación nueva. Me ayudaron a salir de la duda. ¿Ir o no ir? ¿estar, o no? Salía de mi corazón con certeza: ¡estar allí! Ir allí. Siempre estaré allí. A tu lado y al lado del que me necesita. De todos mis hijos. Voy donde me llames. Estaré presente donde tú me quieras. Cuando uno de mis hijos sufre, estoy junto a él, sufro con él. Lo llevaré al cielo cuando muera. Mi vida ha sido así y sigue siendo así. Yendo hacia las montañas de Isabel, repetía: “Aquí estoy”, y me parecía notar que ya no estaba sola. Y me imaginaba diciéndole a Isabel: ¡aquí estoy, aquí estoy! Me quedé con ella. Qué bueno es estar ahí cuando alguien lo necesita y donde el Espíritu Santo quiere.