Cuentos con moraleja: “El amor y el auténtico sacrificio”
Hace años, cuando yo era un adolescente y comenzaba a descubrir a Jesucristo, una de las cosas que me daban más gozo era la posibilidad de ofrecer sacrificios al Señor. Hasta que un día, hablando con mi director espiritual, me dijo que, aunque el sacrificio era muy importante, la caridad, era mucho más agradable a Dios. Para explicarme esta afirmación me contó la historia que yo ahora les transcribo.
Fray Primitivo era un simpático y fervoroso franciscano, que vivió al principio del s. XIII. Según cuentan las crónicas de Espoleto, llegó a conocer a San Francisco en persona; a quien amaba tiernamente y seguía con absoluta fidelidad.
Todas las mañanitas, acabada su labor en el jardín del convento, acostumbraba a salir a pedir por el campo y los pueblos de alrededor con su cesta en la mano: cuando le daban alguna cosa besaba la mano del donante alabando al Señor; cuando recibía una repulsa hacía lo mismo, pues sabía muy bien que tenía que imitar a su Señor.
Por las tardes, cansado de la faena del día, volvía al convento por un camino duro y cuesta arriba. A medio camino, solía descansar unos minutos junto a una fuente de aguas cristalinas y frescas, para así recuperar el resuello y secarse el sudor. Era un lugar bello, verde y pintoresco que resaltaba en medio del erial que le rodeaba. Junto al arroyuelo que nacía de la fuente, habían crecido acacias, sauces y abundantes flores silvestres. Allí fray Primitivo metía la mano en la fuente y bebía agua, alabando al Señor por el regalo de tan limpia y bella criatura.
Pero un día, en que traía la lengua más seca que nunca, pensó que sería grato al Señor ofrecerle esa sed que tanto le mortificaba, Aquel día metió la mano en el agua para sentir su frescura y, luego, sin probar una gota, prosiguió hacia el convento. Y Dios le premió; porque al levantar fray Primitivo la cabeza al cielo, vio que sobre el azul oscuro del atardecer había aparecido un lucero claro y gracioso. Fray Primitivo comprendió que aquello no era una visión natural y que significaba que Dios había aceptado su mortificación y la había apuntado en su cuenta.
Animado por esa muestra del agrado del Señor, Fray Primitivo hizo lo mismo al día siguiente y al otro, y al otro. Pasaba, metía la mano en el agua y seguía sin beber. Y cada día veía de nuevo al lucero.
Y así llegó un día, viejo ya, en que los superiores dispusieron que le acompañase otro religioso en la tarea de mendigar. Era un joven novicio, cuyo ejemplo tenía ordenado seguir. Juntos anduvieron todo el día recogiendo en sus cestas: panes, legumbres y otros alimentos.
El día había sido caluroso y de mucho sol. Al atardecer iban los dos por la vereda hacia el convento:
– Hijo mío, -decía fray Primitivo-, alabemos al Señor en sus criaturas. El sol, la luz, el agua son regalos de su amor, y con amor debemos gozarlas.
Y luego, preparándole para el ejemplo que pensaba darle poco después, añadió:
– La mortificación es el rechazar el disfrute de las cosas por amor. El agua, criatura del Señor, la gozan los sentidos bebiéndola; pero el espíritu la goza dejándola de beber por amor. La mortificación es gran cosa pues es testimonio de amor. Nuestro Padre San Francisco fue grato a Dios mortificándose, pero todavía más cuando llevó a fray Silvestre, que se estaba muriendo, un racimo de uvas que se le había antojado.
Estaba diciendo esto cuando llegaron a la fuente, fray Primitivo se agachó para meter la mano y seguir sin beber, según su costumbre, pero cuando ya iba a hacerlo, miró al hermano novicio. Venía jadeante de calor. Entre dientes había pronunciado una sola palabra:
– ¡Agua!
Fray Primitivo sintió mucha compasión de él. Y lo que la sed no pudo ningún día, lo pudo aquel día la compasión. Con mucha seriedad, como si fuese su costumbre cotidiana, metió la mano en el agua y bebió plácidamente. En seguida el novicio bebió con avidez. Mientras le oía sorber golosamente, fray Primitivo, levantó, como siempre, los ojos al cielo, y vio que, sobre el azul oscuro de la tarde, en lugar de uno, habían aparecido aquel día dos luceros.
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El sacrificio es una parte muy importante en la vida espiritual. Es tan importante que, si no hay sacrificio, es imposible progresar en santidad; pero cuando compiten el sacrificio y la caridad, la caridad siempre es primero. A veces, el verdadero sacrificio consistirá en no sacrificarse por amor.
San Pablo, escribiendo a los cristianos de Corinto, nos dejó una de las enseñanzas más importantes y bellas que contiene el Nuevo Testamento:
“Si hablando lenguas de hombres y de ángeles, no tengo caridad, soy como bronce que suena o címbalos que retiñe. Y si teniendo el don de profecía, y conociendo los misterios todos, y toda la ciencia, y tanta fe que trasladase los montes, no tengo caridad, no soy nada. Y si repartiere toda mi hacienda y entregare mi cuerpo al fuego; no teniendo caridad, nada me aprovecha.
La caridad es paciente, es benigna; no es envidiosa, no es jactanciosa, no se hincha; no es descortés, no es interesada, no se irrita, no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia, se complace en la verdad; todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo tolera. La caridad no pasa jamás…” .
(1 Cor 13: 1-8)