“Quien más sufre el maltrato al planeta no eres tú”

Queridos diocesanos:

El lema para la campaña de Manos Unidas de este año puede sorprendernos. Sin embargo hemos de considerar que en el maltrato a la naturaleza quien más sufre las consecuencias son las personas empobrecidas. Son dos clamores que convergen, tanto el de los pobres como el del maltrato a la tierra por la codicia y la avaricia con que a veces actuamos.

Relativismo y consumismo

El deterioro ambiental y la crisis personal y social que lo acompañan son dos realidades a las que debemos prestar mucha atención. No podemos olvidar que “lo que afecta a los demás, a nosotros no nos puede ser ajeno”. Por otra parte nuestra actitud en relación con la naturaleza no ha de ser la de considerarnos dueños sino administradores de la misma, cuidándola lo mejor posible y pensando en todos los que habitamos el planeta. En este sentido hemos de evitar el relativismo que nos lleva a considerar irrelevante lo que no sirve a nuestros propios intereses, y el consumismo que nos hace olvidar que el apego a las cosas materiales es una trampa en la que fácilmente caemos, que nos deja el corazón vacío y hace olvidar nuestro compromiso con el bien común.

Arropados en nuestro confort nos pasa desapercibida la situación de tantas personas que viven en unas condiciones insalubres tanto en el agua potable, como en el aire contaminado y en los alimentos en malas condiciones. Hemos de escuchar el clamor de los empobrecidos que como dice el papa Francisco, “no tienen otras actividades financieras ni otros recursos que les permitan adaptarse a los impactos climáticos o hacer frente a situaciones catastróficas y disponen de poco acceso a servicios sociales y a protección […] La falta de reacciones ante estos dramas de nuestros hermanos y hermanas es un signo de la pérdida de aquel sentido de responsabilidad por nuestros semejantes sobre el cual se funda toda sociedad civil”[1].

Nuestra casa común

Nos da miedo fijarnos detenidamente en nuestra casa común y comprobar la situación de la misma. Recordamos que habiéndola recibido habitable, -“vio Dios lo que había hecho, y era muy bueno” (Gen 1,31)-, la estamos deteriorando de forma que los que vengan detrás de nosotros ya no la podrían habitar en condiciones dignas. “La esperanza nos invita a reconocer que siempre hay una salida, que siempre podemos reorientar el rumbo, que siempre podemos hacer algo para resolver los problemas”[2]. Esto debe despertar la responsabilidad desde nuestra condición de creyentes y desde la razón que nos vincula a toda la sociedad. El objetivo es “tomar dolorosa conciencia, atrevernos a convertir en sufrimiento personal lo que le pasa al mundo, y así reconocer cuál es la contribución que cada uno puede aportar”[3]. Si cuidamos la naturaleza, estamos combatiendo la pobreza. Quienes más sufren las consecuencias de la degradación ambiental son las personas empobrecidas. Es urgente trabajar por una sociedad más justa y por un mundo sostenible. En medio de la búsqueda de la rentabilidad dominante sembrar gratuidad es cosechar humanidad.

Vivir la espiritualidad cristiana

Recordamos la multiplicación de los panes realizada milagrosamente por Jesús. “Cuando se saciaron, dice a sus discípulos: Recoged los pedazos que han sobrado; que nada se pierda. Los recogieron y llenaron doce canastos con los pedazos de los cinco panes de cebada que sobraron a los que habían comido” (Jn 6,12). Esto nos hace pensar en la comida que desperdiciamos y de la que tanta necesidad tienen muchas personas. “La espiritualidad cristiana propone un crecimiento con sobriedad y una capacidad de gozar con poco. Es un retorno a la simplicidad que nos permite detenernos a valorar lo pequeño, agradecer las posibilidades que nos ofrece la vida sin apegarnos a lo que tenemos ni entristecernos por lo que no poseemos. Esto supone evitar la dinámica del dominio y de la mera acumulación de placeres”[4].

Os saluda con afecto y bendice en el Señor,

+ Julián Barrio Barrio,
Arzobispo de Santiago de Compostela

 

[1] FRANCISCO, Laudato Si’, 25.

[2] Ibid., 61.

[3] Ibid., 19.

[4] Ibid., 222.